relatos con arte

Lo que sigue es un intento de utilizar la ficción para motivar el aprendizaje de la Historia de Arte. Lo que sigue son pequeños relatos apócrifos, reflexiones, descripciones, cartas o poemas. Textos inventados siempre, pero inspirados en la historia, para mostrar los sentidos de las obras o adaptarlos a nosotros. En ellos se hace hablar al autor, a un personaje, a un crítico, a un mecenas, a un profesor o a un espectador que nos cuentan sus razones, su manera de ver, su sentimiento o su reflexión ante la imagen plástica. Se intenta llevar a los ojos a un nivel correcto de enfoque (que no pretende ser único o excluyente de otros, pero que sí se pretende interesante) y animar a la lectura de lo que se ve, o lo que es lo mismo, educar la mirada y disfrutar del conocimiento, concediendo al contenido, al fondo de las obras, un papel relevante que en nuestras clases, necesariamente formalistas, se suele marginar.

El doncel de Sigüenza

Tumba del doncel de Sigüenza. Hacia el 1500. Alabastro. 3,07 por 2,3 m. Catedral de Sigüenza. 
Aunque dicen que fue Sebastián de Almonacid el que esculpió mi retrato en su taller de Guadalajara, nadie lo sabe a ciencia cierta. Nadie sabe, por lo tanto, si estoy leyendo poemas nuevos, inspirados en Homero o en Virgilio, o bien un libro de horas relleno de oraciones manuscritas. Tampoco se encontrará a nadie que pueda decir que la extraña posición en que he sido representado (esa que consiste en ponerme reclinado y leyendo, y no yaciendo dormido u orando de rodillas) es una invención de aquí, del círculo de humanistas que nace en torno a mis señores, o bien es una idea italiana, sugerida por Andrea Sansovino, a su paso por España, mientras pergeñaba la tumba del Cardenal Mendoza en la catedral de Toledo, y antes de usar el mismo esquema de mi tumba en Santa María del Popolo en Roma. Lo cierto es que si tenemos en cuenta que mis señores eran los Duques del Infantado, que el hermano de mi señor era el Cardenal Mendoza, ese que fue el primero en usar la decoración del grutesco del palacio de Nerón en la puerta de su palacio de Santa Cruz de Valladolid, y que el padre de estos dos Mendoza fue el archiconocido autor de las "Coplas a la muerte de su padre", el Marqués de Santillana, se entenderá que el asunto es difícil de dilucidar.
Al respecto yo os diré que no lo sé, pues no he sido yo, y sí mi hermano, el obispo de Canarias, Don Fernando, el que después de mi muerte, en 1486, ha encargado esta tumba de alabastro a un artista cuyo nombre desconozco. Lo que si puedo deciros es que al mirar hacia esta estatua que me representa no puedo dejar de sentir cierta sorpresa pues el hombre de mi tumba no soy yo ni apenas se me parece. Aunque es un joven que aparenta tener mis años -25 al morir en la guerra de Granada-, aunque tenga una melena semejante a la que usaba, mi apariencia no fue nunca la del que lee sobre mi tumba. Porque me representa, lleva una armadura de caballero sobre las piernas y una cota de malla en el tronco. Por eso tiene también sobre el pecho la cruz de Santiago y una capa muy corta y por eso se le permite que cruce las piernas, como sólo le es permitido a los cruzados que mueren en lucha contra el infiel. Por eso, también, tiene a los pies un paje que llora desconsolado y a su lado se esculpe un león que anuncia la resurrección. Sin embargo, ya lo he dicho, ese muchacho tumbado no se me parece. Aunque las inscripciones grabadas usan mi nombre y aunque el escudo que decora el frente de mi tumba es el de mi familia, ese rostro de alabastro con pupilas talladas que se clavan en el libro, mientras piensa con nostalgia en la vida que pasó, no es el mío... Yo hacía tiempo que había muerto en el punto en el que nace la Acequia Gorda y mi rostro no era ese. Me llamaba Martín Vázquez de Arce y era hijo del secretario del Duque del Infantado. Viví en una corte, la de Guadalajara, en donde la nobleza se encontraba mucho más en las artes y las letras que en la fuerza y el manejo de la  espada. Sin embargo fui a la guerra de Granada y dejé de ser doncel poco antes de morir.
Ahora, pasado el tiempo, contemplo el gran arcosolio semicircular, decorado con tracerías góticas, que enmarca a la estatua yacente y recuerdo, no sé por qué, mi insensato atrevimiento. Estaba tan excitado. Deseaba tanto demostrar mi valentía que no supe calcular el riesgo. Debería haber previsto que la acequia estaría fuertemente defendida. Debería haber pensado en que la dama al final cedería. Para los moros aquel lugar era estratégico. Lo pagué con la moneda de mi sangre. Mi hijo nació después.