relatos con arte

Lo que sigue es un intento de utilizar la ficción para motivar el aprendizaje de la Historia de Arte. Lo que sigue son pequeños relatos apócrifos, reflexiones, descripciones, cartas o poemas. Textos inventados siempre, pero inspirados en la historia, para mostrar los sentidos de las obras o adaptarlos a nosotros. En ellos se hace hablar al autor, a un personaje, a un crítico, a un mecenas, a un profesor o a un espectador que nos cuentan sus razones, su manera de ver, su sentimiento o su reflexión ante la imagen plástica. Se intenta llevar a los ojos a un nivel correcto de enfoque (que no pretende ser único o excluyente de otros, pero que sí se pretende interesante) y animar a la lectura de lo que se ve, o lo que es lo mismo, educar la mirada y disfrutar del conocimiento, concediendo al contenido, al fondo de las obras, un papel relevante que en nuestras clases, necesariamente formalistas, se suele marginar.

Respetar la tradición


Museo romano de Merida. Interior. Rafael Moneo. 1980-85. Mérida (Badajoz)
Hacia 1970 parecía que los ingenieros habían ganado la partida en las Escuelas de Arquitectura. Después de Eiffel y de la escuela de Chicago del s XIX, los arquitectos europeos del s XX cayeron bajo la influencia de Gropius y de la Bauhaus, de manera que su mayor contacto con el arte era muchas veces la asignatura de dibujo de primero. Luego se pasaban la vida hacíendo cálculos de materiales, estudiando la manera de construir más alto y más barato u ocupándose de insertar en la ciudad sus construcciones después de estudiar la valoración social y económica del espacio. En su mente el módulo funcional de Le Corbusier les ocupaba mucho más que el módulo del dórico. Poco quedaba ya en los arquitectos del sentido de la belleza que tanto pregonaron sus antepasados clásicos. Por entonces, todo eso de lo bello no casaba bien con aquel capitalismo de lo alto ni con el cutre realismo socialista.
Museo romano de Mérida. Interior.
En aquella situación, tras pasar por el estudio de Sáenz de Oiza y de John Utzon, surge la pasión estética de Rafael Moneo, que se encarga de realizar el Museo romano de Mérida (1980-85).
Arco de Trajano. Mérida.
El museo se sitúa a tan sólo una centena de metros del anfiteatro y del teatro romano y cerca del precioso acueducto de los Milagros y del puente sobre el Guadiana. Ante tanta maravilla cualquier arquitecto cabal se inclinaría. Moneo lo hace:
Respeta la vía romana que separa la edificación en la que se sitúa la sección expositiva de la que sirve para alojar la administración y la restauración, y luego las conecta con un pasadizo aéreo. Además, se pliega a la influencia de lo romano, utilizando el ladrillo y los arcos de medio punto y escarzanos, junto a los arcos ciegos, dejando asomar en los muros contrafuertes que dan ritmo a las fachadas, y usando de las medidas del llamado "Arco de Trajano", que en la ciudad pone límite a su cardo o vía principal, para repetirlas en los arcos de la sala y dimensionar en altura a todo el edificio. Es la repetición exacta de esos muros, que se encuentran conectados por los arcos escarzanos (que juegan a ser arcos formeros) y que sustentan cada uno de los grandes arcos de la sala (que juega a ser nave central de una gran basílica) y es, también, la repetición de cada uno de sus vanos lo que da ritmo y orden a todo el conjunto y produce perspectivas profundas y evocadoras.
Al final, para que el conjunto resulte claro y moderno, usa escaleras y pretiles de acero industrial y el cristal y su marco metálico para los cierres superiores, lo que introduce luz cenital y produce en nuestra mente una noble sensación de vieja ruina restaurada. 
Gracias a esta buena arquitectura que mezcla lo mejor de los antiguos (proporción, claridad y formas con significado histórico) con las ventajas de lo contemporáneo (coste reducido de la producción en serie), es posible pensar en que la luz que se filtra por los cristales es la misma que vivieron las personas de hace más de veinte siglos, las que usaron esos útiles y se retrataron en los hermosos bustos de mármol que tiene la colección. Es verdad... La verdad que nos enseña la belleza de la buena arquitectura, la que respeta y se inserta correctamente en el pasado, la que olvida el hacha de guerra y no derriba lo anterior, la que sigue la tradición sin dejar de ser moderna.

Pedrito Botero

Pedrito. Fernando Botero. Óleo lienzo. 194/150 cm. 1974. Museo de Antioquia. Colombia.
El dolor por la muerte en un desgraciado accidente de tráfico de su hijito, de tan sólo cuatro años, llevó a su padre a la necesidad imperiosa de representar al niño en este cuadro azul, en ese príncipe Baltasar Carlos de juguete. El dolor de Fernando Botero, el pintor colombiano que se dio cuenta de que, desde el impresionismo, el arte se había olvidado del volumen, del modelado. 
Botero lo pintó a su estilo. Ese estilo inconfundible que consiste en aumentar la masa de las figuras para darles volumen, peso y realidad. Reservó el centro para el niño, que se llamaba Pedrito, montado en su caballo de cartón, y lo vistió de guardia de tráfico para darle un color frío, que recuerda al del muchacho de Gainsborough, con la idea de alejarlo del horrible calor de las calderas a las que alude el disparate que resulta de la extraña conjunción de su nombre y apellido. El niño nos mira fijamente, pero no sonríe, despeinado, aunque sí lo hace su caballo, sobre ruedas, milagrosamente vivo. A su izquierda, en el suelo de la habitación, puso un muñeco azul, tumbado y muerto, y un muñeco padre sentado, que llora por la muerte de su hijo, y un enchufe con un cable negro que parece una serpiente venenosa. A la derecha, una casa de juguete tiene abiertas su puerta y una de sus ventanas. En el centro de ambos huecos, vemos a un hombre y a una mujer de luto, y detrás, la cabeza del caballo, apoyado en una puerta desmesuradamente grande que está cerrada e invadida por las sombras. Ascendiendo por el límite exterior de esta puerta, un picaporte dorado y la cerradura sugieren el color divino de la gloria y las llaves de San Pedro.
Ante el cuerpo muerto de su hijo, el padre siente el impulso de repetirse, de darle la vida de nuevo. Sabe que puede, porque es tan pintor como el mago de Altamira. Fernando Botero había dicho que el arte comprometido no tenía sentido, porque su eficacia revolucionaria era pequeña, pero también repetía que el buen arte sirve para hacer perdurables las imágenes. Perdurabilidad era lo que ahora perseguía, así que pintó el cuadro.
Se murió el pobre Pedrito. Miradlo.