relatos con arte

Lo que sigue es un intento de utilizar la ficción para motivar el aprendizaje de la Historia de Arte. Lo que sigue son pequeños relatos apócrifos, reflexiones, descripciones, cartas o poemas. Textos inventados siempre, pero inspirados en la historia, para mostrar los sentidos de las obras o adaptarlos a nosotros. En ellos se hace hablar al autor, a un personaje, a un crítico, a un mecenas, a un profesor o a un espectador que nos cuentan sus razones, su manera de ver, su sentimiento o su reflexión ante la imagen plástica. Se intenta llevar a los ojos a un nivel correcto de enfoque (que no pretende ser único o excluyente de otros, pero que sí se pretende interesante) y animar a la lectura de lo que se ve, o lo que es lo mismo, educar la mirada y disfrutar del conocimiento, concediendo al contenido, al fondo de las obras, un papel relevante que en nuestras clases, necesariamente formalistas, se suele marginar.

Un seis y un cuatro, la cara de tu retrato

Estatua del rey Gudea. Hacia el 2000 a C
Cabeza de Homero. 200 aC.
Un seis y un cuatro, la cara de tu retrato.
En la historia del arte el retrato es el tema de los temas. Somos hombres y mujeres y, en realidad, lo único que tenemos, lo único que nos pertenece es nuestra propia vida. Mientras vivimos, sólo tenemos un cuerpo para sustentar nuestro yo. Nuestra apariencia física es la tarjeta de visita de nuestra única y exclusiva identidad. Por eso, si queremos representarnos, si queremos decir quienes somos, entonces nos retratamos. El retrato, por lo tanto, nos identifica y con ello recibe una parte de nuestra esencia, adquiere algo de nuestro espíritu y acaba por resumir lo que somos.
En el maremagnum de toda vida, el retrato es algo permanente. Por sustentar y retener su imagen, el  retrato simboliza a la persona que representa. Es por eso que nunca nos resulta indiferente lo que se haga con nuestro retrato. Romper la foto del enamorado, por ejemplo, es signo de que se acaba una relación, atravesarla con un dardo manifiesta un deseo de daño o de muerte que resulta siempre evidente.
La persona, sin embargo, no es algo fijo e invariable. El tiempo, con su  ritmo continuo e imparable, no deja de cambiarnos. Es así, aunque a muchos nos gustaría que fuese de otra forma. Andamos por nuestro mundo, nos sentamos, corremos, cabalgamos, estamos de pie, firmes, tumbados. Somos niños, jóvenes, adultos, envejecemos, se nos cae el pelo, nos salen arrugas... Por las noches cerramos los ojos para dormir y por el día los abrimos a tope para mirar más allá de las apariencias. Unas veces estamos tristes y otras alegres... Entonces, ¿Cómo nos representamos? ¿Cuál es la forma mejor de mostrar lo que hay de permanente en nuestra identidad? La respuesta no es sencilla. Cada cultura desarrolla distintas formas de representación y dispone a los cuerpos con vestidos y actitudes diferentes, de manera que a veces se crearán modelos muy imitados, como el de representar sentados a los reyes, desnudos a los dioses y a los héroes, tumbados y arrodillados a los muertos en su tumbas, o cabalgando a los emperadores, mientras que en otras ocasiones se buscará la innovación para expresar nuevas ideas.
Retrato de M Tournaboni. Guirlandaio. sXV
Retrato de Caracalla. S III d C.
En la historia, el retrato no ha surgido al mismo tiempo que el hombre. El retrato no pudo existir en la pintura paleolítica, en la que las ideas de la caza y de la muerte estaban asociadas a la representación. Por eso hay que esperar al nacimiento de las primeras civilizaciones "urbanas" del creciente fértil -3500 años antes de Cristo- para asistir al origen del retrato y percibir su uso múltiple y diverso.
Los retratos se inventan para representar en exclusiva a los poderosos o a sus próximos. Se les identifica por los símbolos exclusivos que portan y por su posición y actitud nos dicen quienes son. Así sucede en la estatua del rey-patesi Gudea y en las representaciones de todos los reyes de Mesopotamia, los cuales en conexión con los dioses sólo hacen propaganda de su poder, de su fuerza o de su capacidad de organización. Es el caso, también, de los faraones egipcios que se representan a sí mismos y a su séquito para seguir viviendo en el más allá (la imagen contiene al principio vital: el alma). Por la misma razón que permite a los niños adjudicar al redondel sonriente que acaban de hacer sobre el papel la personalidad de su padre o de su hermano, el retrato nace sin la necesidad del parecido, de manera que hay que esperar al helenismo y sobre todo a Roma para que el retrato adquiera, además, la fisonomía del retratado.
Retrato de Inoencio X. Oleo lienzo. s. XVII. Velázquez
Inocencio X. Óleo lienzo. Francis Bacon s XX.
En el camino hacia Roma, intermedian los griegos durante su época arcaica y clásica (s VIII-IV aC). Ellos representaron a sus dioses y a sus héroes olímpicos con arquetipos de belleza que no se parecían a los representados y, después, en el helenismo, empezarán antes a dar a la figura los rasgos anímicos del personaje que a intentar copiar los rasgos fisionómicos. En consecuencia, habrá que esperar hasta que surja un pueblo pragmático y con larga experiencia en el uso de máscaras de cera para los difuntos (imágenes maiorum), como fueron los romanos, para que el mundo pueda admirar verdaderos retratos realistas. El de Caracalla es un buen ejemplo. Este personaje, que mandó construir las fabulosas termas de Roma y concedió la ciudadanía a todos los hombres libres del imperio, aparece con un gesto de firmeza y una mirada fija de gran intensidad. Otro ejemplo distinto es el de los retratos idealizados, como los de Augusto, cuya serenidad y apariencia juvenil no decae a pasar de que, cuando se hicieron, el emperador tenía una edad muy avanzada. Los retratos romanos, por cierto, se limitan a los patricios o aristócratas (con toga) o a los emperadores como generales (estatuas toracatas), como dioses (estatuas apoteósicas, desnudos) o como pontifex maximum (con toga). Además inventan el retrato ecuestre, en el que la figura aparece realzada por la fuerza de su caballo. 
Luego viene la Edad Media en la que la religión ataca al retrato y casi lo destruye. La idea de que en un mundo iletrado la imagen representa y explica las creencias supone su prohibición (querella de la iconoclastia) o la vigilancia estricta sobre lo que se representa. En consecuencia, el retrato desaparece hasta el gótico, cuando renace en las tumbas de obispos y nobles de nuestras catedrales, y se desarrolla en el mundo burgués del siglo XV, entre los flamencos, como Van Eyck (Arnolfini, por ejemplo) o de la Italia del Quattrocento (contemplad el espléndido retrato de Madalena Tuornaboni de Guirlandaio). Desde entonces el género investiga la ambigüedad de la expresión de La Gioconda, la profundidad de la caracterización del Inocencio X de Velázquez, o el misterio de la propia y cambiante identidad en Rembrandt, para acabar convirtiéndose en terapia psiquiátrica en Van Gogh.
En el siglo XX, hay dos artistas, en Gran Bretaña, que se dedican al oficio de pintar caras y cuerpos humanos. Uno se llama Freud, como su abuelo, el creador del psicoanálisis. Freud nos ofrece un retrato que vuelve al desnudo para enseñarnos una carne que nos repele, porque nos muestra una visión honesta, sin retoques de photoshop, de lo que se oculta bajo nuestras ropas. El otro se llama Francis Bacon, que es pintor que deforma a las figuras de modo expresionista para hacer visible una extrema soledad existencial. Sin embargo, lo más interesante para mi del siglo XX son los retratos que no se parecen al retratado, como ese Beuys, disfrazado de la Piedad de Miguel Ángel en "Cómo contar los cuentos a una liebre muerta", o como la metáfora sincera de Hopper, ese varón sensible que se presenta bajo la forma de un fálico faro solitario.  
Un seis y un cuatro, la cara de tu retrato...

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