Los marinos como Elcano, Nelson, Colón o como el trágico capitán Akad recorren el mundo a la busca de sus propios límites. Su objetivo suele ser el saber algo más sobre sí mismos o probar su valentía y de paso resolver profundos enigmas. Las obras de arte, del mismo modo, propician un viaje hacia el centro de uno mismo y descubren casi tanto como Colón en el mar Caribe. Las olas de este museo, sus techos blancos curvos y oscilantes nos podrían hacen enloquecer, jugando a lo que jugaban las sirenas, nos pueden bañar de verdad o pueden iluminarnos con la luz de la revelación. En medio de todas estas olas, las obras de arte no son sino peces o corales, algas de un mundo líquido, hermosos caballos de mar del reino de Poseidón.
Por este mundo gris, lleno de vida, discurrió Jonás un tiempo. Expulsado del barco y encerrado en el vientre de la ballena, el profeta no era consciente de que la arquitectura del espacio en donde se encontraba era un pez que le trasladaba a su propio país, porque estaba obedeciendo la orden inexcusable del Dios que lo sabe todo. A mí me sucede en el museo algo parecido. El museo me invita a un movimiento inconsciente, a un paseo irreflexivo por las salas. A veces, como sucede tras las pasar por delante de esas planchas de acero corten de Richard Serra, la borrachera es un síntoma que recuerda al extraño mareo del síndrome de Stendhal. Entonces uno siente que el museo se mueve y que eso es tal vez un efecto pretendido por la mente creadora del arquitecto, porque las grandes obras de la enorme sala han sido concebidas para el museo y forman parte de él con tanta fuerza que son como vísceras completas de un organismo total, mientras que los cuadros pequeños no son más que organismos extraños, pequeño plancton filtrado por las informes barbas, peces descontextualizados, pecios sin contenido como el propio Jonás o como nosotros mismos, que se cambian cada día o cada año.Con estas reflexiones caigo en la cuenta de que en el tiempo sólo existe en cada cual una única experiencia y que el ámbito del museo impone una experiencia tan potente que minimiza la importancia de sus obras, que subordina sus tesoros a la innegable fuerza de su arquitectura. Esa fuerza nos ilumina, nos rodea, nos protege y nos sigue allí a donde vamos, porque está allí, con nosotros. Pasamos todo el día bajo sus altos techos, nos ponemos la pulsera para entrar y salir y volvemos a entrar en su vientre. Vivimos entre sus muros un viaje inolvidable, realizamos un paseo en el que nuestra cándida mirada se renueva y es posible contemplar lo más profundo de uno mismo. Somos seres que volvemos con esfuerzo a los orígenes, somos seres con los ojos asustados de los peces, somos seres empujados por el tiempo y perdidos en esta masa informe que es el mundo, lo mismo que aquel torpe profeta que se empeñaba en traicionar a su destino.
Como Jonás en el vientre de la ballena, uno piensa que conviene dejarse llevar y sentir qué es lo que pasa. Eso hasta que llega la hora y el cetáceo nos deja en la costa, enfrentados con la tierra prometida.

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