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La balsa de la Medusa. Theodore Gericault. 1819. Óleo sobre lienzo. 491 × 717 cm. Museo del Louvre. París. |
Mi amigo acaba de morir. No ha podido aguantar más. Se ha quedado así, tumbado sobre mi pierna y desnudo como un niño. Su pie vendado está a punto de sumergirse en el mar y su cabeza se cae hacia atrás como una marioneta rota. Dejo mi mano sobre su pecho y pienso en lo que hemos sufrido. Recuerdo cómo llegamos hasta aquí y se me ponen los pelos de punta. Nadie merece este horror. Éramos débiles e inocentes, éramos la tripulación de la Medusa, la que fue abandonada en esta balsa a la altura de la costa mauritana, mientras el vizconde Hugues Duroy de Chaumereys y el gobernador francés que iba a tomar posesión del Senegal, el Coronel Julien-Désiré Schmaltz, habían salido ya en los botes. Ellos fueron los causantes de nuestra tragedia, los que imprudentemente abandonaron al resto de la flota, los que embarrancaron la fragata, nos obligaron a subir a este inmundo montón de tablas y nos abandonaron en el centro del Atlántico. Éramos ciento cincuenta al principio y ahora sólo quedamos quince. Quince hombres compitiendo por el suelo, la comida y la bebida. Quince hombres compitiendo a vida o muerte. Nuestro único delito había sido embarcar juntos en la isla e Aix para ir al Senegal en el barco en el que Francia envíaba a sus más altos representantes diplomáticos. Nuestro único delito era servir y trabajar. Los pobres sólo contamos con la fuerza de nuestros brazos y piernas. Los pobres somos la tropa, la chusma sin educación, los que ejecutan sin discutir las órdenes ajenas.
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La balsa de la Medusa. Detalle. |
Sin embargo, sobre esta infame balsa, la mayor parte de los que antes sólo eran pobres e inocentes trabajadores se convirtieron en lobos. Sobre este angosta cárcel con barrotes de mar brotó lo peor de nuestras almas. Seres honrados y amables se convirtieron en delincuentes pendencieros, en ladrones que robaron las muy escasas galletas que nos dejaron los ricos cuando nos abandonaron, en asesinos que mataron para imponerse a los otros en una orgía de sangre. Como carecíamos de alimentos y de medios para pescar, aquellos hombres se pensaron con derecho a comerse a nuestros muertos. Como la ley para ellos era sólo una imposición y no una razón común, se sintieron cazadores con licencia, privilegiados del cielo, y convirtieron sus deseos, su voluble voluntad en norma del bien y del mal. Muchos de ellos se reían de los pocos que afeábamos su conducta y del horror que expresaban nuestros rostros. Carne cruda y aún sangrante que devoraban sin más, como salvajes, peleando a dentelladas con la piel que los cubría. ¡Oh Dios! ¡Qué terribles los recuerdos! Menos mal que estos caníbales se mataron entre ellos. De ese modo permitieron que algunos de los que los combatimos pudiésemos imponer de nuevo una norma colectiva. Lo hicimos para proteger el tesoro que quedaba en los barriles: El líquido para beber. Así que luchamos contra ellos y ganamos. En torno al vino y al agua dispusimos una intensa vigilancia y un racionamiento estricto. Un cuidado y un control que ha evitado que se impusiera desde entonces la ley del más fuerte. Gracias a eso hemos llegado hasta aquí.
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La balsa de la Medusa. Detalle. |
Oigo chillar al grumete, el muchacho que ha crecido hasta hacerse casi un hombre.
-Es una goleta, -grita como un poseso- el Argus seguramente.
Y yo pienso que es posible. El Argus nos sirvió de escolta hasta que lo dejamos atrás cuando De Chaumereys, el capitán, decidió ejercitar su imprudente incompetencia. Lo normal es que la goleta hubiese descubierto algún pecio flotante a la deriva y que después se ocupase de recoger a los que iban en los botes y de buscarnos a nosotros, siguiendo el rumbo de los alisios.
El muchacho, erguido a la diestra del mástil, sigue incitándonos a mirar hacia el horizonte. Piensa en que nuestro sufrimiento puede estar tocando a su fin. Me parece imposible que en el lejano barco no escuchen el agudo chillido del grumete y no vean cómo ondea esa prenda blanca, que es tan sólo un harapo, un resto de su camisa que mueve con violencia primero de izquierda a derecha y luego de derecha a izquierda. Justo ahora que la sombra de la muerte se alarga sobre nuestras cabezas, la idea de que llega un barco es una gran bendición. Después de estas dos semanas, todos estamos al límite y necesitamos creer que la vida es aún posible. Por eso a mi alrededor renace la esperanza, ese sentimiento que decrece al mismo tiempo que el vino y el agua se acaban. Por eso el pequeño punto del horizonte que ha tomado la forma salvadora de una vela sobre un mástil se está convirtiendo en el objetivo común de las miradas. Casi todos señalan allí, al fondo del horizonte, al lugar en el que anida el supuesto fin de nuestros padecimientos.
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La balsa de la Medusa. Detalle. |
-Es una vela muy grande- dicen, y un negrito se encarama sobre el barril y agita su saya roja para hacerse más visible.
-¡Aquí! ¡Aquí!
Pero yo sigo pensando que lo que tenga que ser será, que tal vez lo que están viendo no sea más que un espejismo. Este presunto barco llega tarde para mi y para los muertos. Demasiado tarde, sí... Estoy exhausto. Sigo al lado del cuerpo de mi difunto amigo para rendirle un último tributo antes de que el mar se lo trague. Ya no me quedan fuerzas. Doy la espalda a la esperanza y miro de frente a la noche. Han sido dos semanas terribles, dos semanas a merced de las tempestades, deslizándonos sobre el blanco de unas olas muy distintas a las que llevaron a Venus hacia la costa. Las olas del trópico son afiladas como cuchillos y de un verde amenazante, son agentes del infierno concertados para romper esta incierta estructura de tablones que a duras penas se mantiene unida... Recuerdo cuando hizo falta sostener el mástil con la vela improvisada e imponer una guardia continua. Recuerdo el montón de cadáveres que pusimos justo allí para que su peso contrarrestase a la fuerza del viento, y el hedor que emanaba de la carne con gusanos que el calor iba pudriendo. Recuerdo cómo las cuerdas que tiraban de la vela sonaban como un sonajero en el medio de la noche y recuerdo en especial a los causantes de todo, a Monsieur Schmalz y a su esposa, sentados a la mesa del capitán en el puente de mando, vestidos como aristócratas, bebiendo su mejor vino y presumiendo del trato que en el mismo Versalles les había brindado el nuevo Borbón, el hermano obeso de Monsieur Veto.
Mientras el ocaso se hace tangible, el grumete sigue gritando. Mi amigo está muerto, lo mismo que ese otro cuerpo que, movido por las olas, parece que se esté estirando. La vida, que está vencida, se está retirando del mundo y todo se vuelve del revés. Veo que el cielo se llena de nubes negras y que el viento está moviendo a nuestra balsa hacia el centro del océano. Este viento nos aleja del Argus, pero a mi ya no me importa. Tengo hambre, tengo sed, tengo un calor asfixiante y estoy más muerto que vivo. Pronto se hará de noche.
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