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Olimpia. 1863. Edouard Manet. Óleo sobre lienzo. 130 -190 cm. Museo del Quai d'Orsay. París |
Tras la experiencia reciente del "Desayuno sobre la hierba", ese mismo año, decidí insistir en el escándalo. Se me ocurrió pensando en Goya. La famosa maja desnuda es una mujer de cuerpo hermoso, en una postura impúdica, que mira fijamente al espectador y le sonríe. Puro erotismo. ¿Qué pasaría si pintase a la prostituta más cara y más famosa del París? ¿Qué pasaría si la pintase con el mayor grado de realismo de manera que todo el mundo la reconociera? Me puse a pensar entonces en los modelos de Goya. Las Venus de Velázquez y de Tiziano, y me quedé con la Venus de Urbino. Era la menos explícita, porque cubría su vientre y no sonreía abiertamente. Al final decidi que lo mejor sería un término medio entre Tiziano y Goya. De Goya, la mirada descarada de la mujer que se siente dueña de su cuerpo, de Tiziano la postura en alguna medida pudibunda y los personajes secundarios que nos hablan de ella.
Fuí a ver a Valeríe y le encantó la idea de posar para mi para un retrato tan provocativo. Es más, sugirió que quedaría bien una mucama negra vestida de rosa, en vez de las servidoras blancas de la Venus de Urbino. Las caribeñas están de moda en los prostíbulos, dijo. Valeríe aparecería desnuda sobre un mantón de Manila de color crudo, regalo de su príncipe azul. Yo me comprometí a comprarla cada día un hermoso ramo de flores blancas y claveles rojos, que hiciera juego con el mantón, para hacerle sentir a ella la materia prima de la seducción y para poder pintar mejor el símbolo de su belleza y de su marchita fugacidad. Su gato, inquietante e infantil, formó parte del acuerdo. Él vería lo que hacía. Si se hacía al aguarrás y al olor del óleo, acabaría por pintarle, si no prescindíríamos de él.
La historia resultó bastante mal. No me quité al bicho de encima ni un momento. Se tiraba encima de ella, jugueteaba con su piel, se embadurnaba del color de mis pinceles, saltaba a veces sobre el lienzo, destruía con sus uñas el color en la paleta, enredaba con todo lo que pillaba, era un auténtico demonio. Sin embargo ella con su actitud lo protegía. Estábamos advertidos de que el gato era el rey de la casa, un ser totalmente libre y absolutamente irresponsable ante cualquier ley o norma. De modo que ahí lo tenéis, desnudo, estirando su cola con un erotismo lascivo. Espero que lo comprendáis. Necesitaba a un ser que ocupase el hueco del perrito enroscado de la Venus de Urbino. Ya sé que este es un ser distinto al que simboliza la fidelidad doméstica. Ya sé que su negro resulta pornográfico, que es como si una sombra hubiera cobrado vida en escorzo a los pies de la mujer. Ya sé que el gato la disputa el protagonismo con la magia de su esencia y el misterio de su luz. El gato es un ser de ojos hipnóticos que repiten el color de las cortinas y del fondo y que pugna por transformarla a ella en una bruja o en un hada maligna... En todo caso, cuando dos años después expuse el cuadro, no me atreví a llamar por su nombre a Valerie. Alguien que tal vez se había topado con una prostituta de tal nombre me sugirió el nombre de Olimpia:
-¿Olimpia?- dije-. Suena a diosa. Eso está bien.
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