El caballero de la mano en el pecho. El Greco. (1584). Óleo sobre lienzo. 81,8 por 65,8 m. Museo del Prado. Madrid. |
Miradle bien a los ojos: Es un hombre delgado y joven, mucho más joven de lo que aparenta a primera vista. Sus cabellos y su barba son oscuros. Tan sólo una precoz calvicie introduce dos entradas en su frente. Está serio. Su rostro parece alargarse por un efecto de espiritualización y sus párpados parecen comenzar a cerrarse, como si la figura estuviese pensando. ¿En qué piensa el caballero? Si miramos la disposición de su cuerpo comprenderemos lo que hace. Fijaos en que está de frente y que lo común en los retratos del renacimiento es que se produzcan de perfil (Quattrocento) o de tres cuartos (Cinquecento) para dar profundidad con el escorzo del tronco. Hay que pensar, por lo tanto, que la extraña disposición frontal es significativa, y lo es, lo sabemos. Hablar de frente, enfrentarse con algo es intentar resolverlo, es manifestar rectitud, huir de la mixtificación y del engaño. Además, el movimiento de la mano resulta aún más expresivo. La mano se acerca al corazón. Está jurando. Una luz que viene de arriba lo ilumina. La divina trascendencia de la luz... Además hay otros elementos que se empeñan en decirnos que estamos ante un caballero. El signo más evidente es la espada, la empuñadura dorada y rica, que es el signo de los nobles, del estamento que hace la guerra. Basta ver la galería de retratos de los asistentes al entierro del Conde de Orgaz para llegar a la conclusión de que las vestiduras negras y la golilla son comunes entre los caballeros castellanos. Todos ellos, incluidos los hidalgos, visten como el rey prudente, Felipe II, porque su aspecto externo ha de huir de las vanidades del color. Lo mismo sucede con los cabellos, que son cortos, y con la barba recortada. Sus manos, además, no son manos de campesino ni de artesano, son manos nobles, cuidadas, sin los callos y las deformidades del trabajo. Su rostro es pálido, no es el rostro de un hombre que vive en el campo, sino el de un servidor del rey o del cardenal de Toledo en un cargo administrativo. En su expresión, sin embargo, no aflora el orgullo del noble, su rostro es austero, magro, casi enjuto, el de un hombre que no abusa de los placeres del vino o de la comida, un hombre acostumbrado al severo ejercicio de la templanza que se aleja de los vicios del sexo y se alía con las virtudes cristianas.
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