Por fuera, tras la sucinta estructura metálica que nos da la sensación de un andamiaje coyuntural, nos encontramos con los distintos circuitos del edificio que se muestran (especialmente en la fachada trasera) a través de la exhibición de tubos y conducciones de color azul para el aire (climatización), verde para los fluidos (circuitos de agua), amarillo para los revestimientos eléctricos, y rojo para las comunicaciones (ascensores) y la seguridad (bombas contra incendios). De este modo se muestra la continuidad de unos sistemas autónomos, que normalmente están ocultos. Entre ellos, destacan en especial las escaleras de acceso que se adosan a la fachada principal del edificio, como un elemento agregado y coloreado por el rojo convencional de las comunicaciones. La escalera parece un gran diagrama lineal ascendente. Cuando uno sube por ella, contempla el interior del museo, con las salas destinadas a exposición en algunos pisos y con las habitaciones y despachos destinados a los trabajadores y a la gestión del museo en los otros, porque ya no existe un muro opaco con ventanas. Como ya no hay fachada, solo queda una fina piel de cristal transparente, la que separa el aire libre del espacio interno. Pues bien, cuando se acaban las escaleras mecánicas y se contemplan los tejados de las casas del barrio del Baubourg, uno siente una sensación de dominio, la sensación de quien culmina la escala del progreso, ese mito de la ilustración que, a finales de los setenta, recién acabado el edificio, con la posmodernidad, va a entrar ya en crisis.
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