relatos con arte

Lo que sigue es un intento de utilizar la ficción para motivar el aprendizaje de la Historia de Arte. Lo que sigue son pequeños relatos apócrifos, reflexiones, descripciones, cartas o poemas. Textos inventados siempre, pero inspirados en la historia, para mostrar los sentidos de las obras o adaptarlos a nosotros. En ellos se hace hablar al autor, a un personaje, a un crítico, a un mecenas, a un profesor o a un espectador que nos cuentan sus razones, su manera de ver, su sentimiento o su reflexión ante la imagen plástica. Se intenta llevar a los ojos a un nivel correcto de enfoque (que no pretende ser único o excluyente de otros, pero que sí se pretende interesante) y animar a la lectura de lo que se ve, o lo que es lo mismo, educar la mirada y disfrutar del conocimiento, concediendo al contenido, al fondo de las obras, un papel relevante que en nuestras clases, necesariamente formalistas, se suele marginar.

Mostrar el andamiaje

Un edificio, por ejemplo un Museo, es algo más que un espacio cerrado, construido. Además hay escaleras, hay aire acondicionado, cables eléctricos, agua, ascensores, etc. Separar claramente cada una de estas partes de manera consciente y concentrar en el espacio sus soluciones permite liberar a este de ataduras para la renovación o reparación de cada uno de los servicios señalados. Esto es lo que aporta a la arquitectura del siglo XX, la obra que estamos viendo, proyectada por Renzo Piano y Richard Rogers, dos arquitectos del High Tech que se hacen responsables de la planificación y construcción del Museo Georges Pompidou, en el París de los años setenta.
Cuando uno contempla por primera vez el Museo, situado detrás del Hotel de Ville y muy cerca de la preciosa fuente de les Halles (de la que hablamos en la entrada de Duchamp), se piensa en que el edificio está en obras o que aún no está acabado. En efecto, para liberar la mayor parte de los 160 m de largo y 60 m de ancho del edificio, dividido en siete niveles, los sistemas secundarios del edificio se llevaron hacia el exterior. Cada uno de los siete pisos se convierten así en superficies huecas y limpias en donde es posible variar la distribución facilmente, de acuerdo con las necesidades de cada exposición, o según las variables de los cambios en los servicios diversos que presta el Museo, debido a que las paredes han perdido toda función tectónica, para ser meros biombos móviles y adaptables.
Por fuera, tras la sucinta estructura metálica que nos da la sensación de un andamiaje coyuntural, nos encontramos con los distintos circuitos del edificio que se muestran (especialmente en la fachada trasera) a través de la exhibición de tubos y conducciones de color azul para el aire (climatización), verde para los fluidos (circuitos de agua), amarillo para los revestimientos eléctricos, y rojo para las comunicaciones (ascensores) y la seguridad (bombas contra incendios). De este modo se muestra la continuidad de unos sistemas autónomos, que normalmente están ocultos. Entre ellos, destacan en especial las escaleras de acceso que se adosan a la fachada principal del edificio, como un elemento agregado y coloreado por el rojo convencional de las comunicaciones. La escalera parece un gran diagrama lineal ascendente. Cuando uno sube por ella, contempla el interior del museo, con las salas destinadas a exposición en algunos pisos y con las habitaciones y despachos destinados a los trabajadores y a la gestión del museo en los otros, porque ya no existe un muro opaco con ventanas. Como ya no hay fachada, solo queda una fina piel de cristal transparente, la que separa el aire libre del espacio interno. Pues bien, cuando se acaban las escaleras mecánicas y se contemplan los tejados de las casas del barrio del Baubourg, uno siente una sensación de dominio, la sensación de quien culmina la escala del progreso, ese mito de la ilustración que, a finales de los setenta, recién acabado el edificio, con la posmodernidad, va a entrar ya en crisis.  
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