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La muerte de Marat. Jacques-Louis David. Oleo sobre lienzo. 1,65-1,28 m. 1793. Real Museo de Bellas Artes de Bruselas. |
Marat fue uno de los grandes héroes de la revolución francesa, en realidad fue más que eso, porque además fue el mártir de la causa, uno de los símbolos revolucionarios de mayor uso. Él dirigía el club de los cordeliers que venía a representar al sector más radical de la revolución. Su asesinato por Carlota Corday, durante la étapa del terror Jacobino de Robestpierre en 1793 (el año dos del nuevo calendario), permite la ceremonia de su canonización artística. Ese rito quedó en manos del artista de la revolución, el neoclásico Jacques Louis David, y se hizo con la obra que aquí vemos.
Dejando de lado la relativa idealización del muerto, en la obra se intenta dar veracidad a la representación gracias a la transcripción somera del medio en el que se encontraba. En efecto, cuentan las crónicas que Marat se pasaba las horas muertas con el cuerpo sumergido en el agua contenida en una bañera en la que intentaba curarse de una enfermedad en la piel que padecía. Fue allí donde Carlota lo apuñaló. Pues bien, así lo pinta David, tal y como dicen que estaba y tal como él lo vio el día antes de su muerte: Marat está desnudo. Su cuerpo reposa en la bañera semicubierta por una tabla y un tapete verde. De ella sólo sobresalen la cabeza, los brazos y la mitad de su tronco. Sobre la cabeza tiene un paño a modo de turbante. Está claro, sin embargo, que está muerto. Es verdad. Aunque en su rostro figura una sonrisa extraña, aunque la sangre no sea muy abundante -tan sólo una pequeña mancha sobre la sábana y una lágrima escarlata que cae desde la llaga mortal-, su cabeza y su brazo derecho cuelgan sin vida. Además, en esa mano inerte que apenas roza el suelo, está el instrumento profesional y democrático de Marat: la pluma con la que escribía en el "Ami du peuple", su periódico, y un poco más allá, en posición divergente, el instrumento de su muerte violenta: El puñal manchado de sangre. Al mirar en la otra mano, la que aún se apoya sobre el tapete verde, nos encontramos con la carta de la traición, la carta de la homicida en la que le solicita audiencia, y a su lado, delante, una pequeña y pobre caja que le sirve como mesa, sobre la que reposa un tintero, una segunda pluma y otros mensajes escritos que sobresalen hacia afuera. En uno de ellos se puede se puede leer el último despacho que había resuelto Marat: "dispondréis este billete para esa madre de cinco hijos cuyo marido murió en defensa de la patria..." Para acabar, en la parte inferior del frente de la caja, que junto a la bañera es su único y pobre mobiliario, el autor ha hecho grabar una escueta dedicatoria: "A Marat, David".
Si en el "Matrimonio Arnolfini" Van Eyck sobreimpone a la imagen su firma para transformar el doble retrato en un documento matrimonial, aquí David hace grabar su nombre en un objeto del cuadro para sugerirnos que él ya estaba con Marat antes de morir, que ambos formaban parte del movimiento político de la libertad, el que acaba de matar a Luis XVI, el que se enfrentaba todavía contra la monarquía absoluta del Antiguo Régimen y contra su principal instrumento dominador: La iglesia católica. Oponerse a ésta era oponerse al barroco y a sus mártires cristianos, y para eso había que crear nuevos mártires. Frente a los mártires viejos de las iglesias barrocas había que poner a los mártires de la revolución. Frente al efectismo barroco, la fuerza de la razón ilustrada, un arte conciso y claro, una pintura de dibujo preciso y colorido escaso y frío, alejado de la tentación sensiblera y teatral del barroco.
Sin embargo, a pesar de presupuestos tan explícitos, David no podía romper con el pasado totalmente. Hay que inspirarse en él, porque no venimos de la nada. Por eso el autor no duda en rendir homenaje al Caravaggio, en el que busca el brazo muerto, que encuentra en el del protagonista del "Entierro de Cristo", y también esa luz tenebrista que llena de penumbra el fondo por donde parece escaparse la vida del héroe. Su arte necesita del pasado para hablar del sacrificio, porque también es un arte propagandístico, un arte que no ha de temer ocultarnos que el muerto era el principal responsable de las listas de guillotinados, que su casa era más rica y que su cuerpo era más viejo. Su arte nos miente al decir que el muerto era pobre y generoso o inocente, pero no tenía otra opción si quería que ascendiese a los altares y movernos a la compasión y a la nostalgia del mártir.
La ceremonia de la canonización de Marat no se hizo esperar. Tan sólo tres meses después, David presentó su obra a la Convención y ésta lo instaló en su nuevo templo revolucionario: El Museo del Louvre... Lo que tal vez no sabía el pintor es que los mártires nuevos tienen menos duración que los antiguos. Marat salió pronto del museo para volver a manos del pintor y luego, derrotados Napoleón y la revolución, en 1814, ambos tuvieron que emigrar a Bruselas. Allí se ha quedado el Marat. En política, el martirio es una efímera flor.
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