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Le Moulin de la Galette. 1876. Museo del Quai d'Orsay. 131-175 cm. Pierre Auguste Renoir |
Para los impresionistas, representar la realidad era representar la vida cotidiana, sobre todo la de las calles de París, llenas de gente. La suya era una realidad óptica, científica, pero esa realidad llamaba a gritos a la otra, a la realidad de la calle. En las tardes de los domingos de verano, los pintores jóvenes como él acudían a los bailes de sus barrios, unos bailes como este del Moulin de la Galette, que se celebraba en el barrio de Montmatre, el barrio de la bohemia. Bajo la sombra de las acacias, se reunían por la tarde y continuaban hasta el anochecer, utilizando entonces las lámparas de gas de las farolas, mientras sonaba la música de una banda contratada.
Renoir se planteaba el problema de la representación de la figura humana en movimiento, un problema aún más complejo que el del paisaje de Monet. Para ello necesitaba crear un espacio convincente porque la factura suelta impresionista implicaba tirarse a la piscina sin análisis de perspectiva y sin un dibujo que dirigiera el modelado. Por eso, lo primero fue idear una disposición de las figuras en la que éstas estuvieran ya compuestas y en la cual los planos de profundidad estuvieran perfectamente definidos. La idea que lleva a efecto parte de un encuadre en el que por influencia de la imagen fotográfica muchas figuras aparecen cortadas, y en donde se distingue un primer plano en perspectiva alta, que se ordena en una diagonal que penetra en escorzo en el cuadro -con los amigos del pintor y las dos hermanas, Estelle y Jeannne, sentados en su mayor parte y comentando o escribiendo- y un segundo plano en perspectiva frontal, en el que aparecen los bailarines y la banda del fondo, bajo las lámparas de gas, en torno a Margot y Pedro Vidal, el pintor cubano. El espacio resulta convincente gracias a los golpes de luz rosa y de sombra malva que salpican a las figuras y al suelo. Es una fiesta sencilla. Se consumen algunas bebidas, lo que permite introducir un pequeño bodegón sobre la mesa. Los hombres visten con chaquetas oscuras de color negro o azul marino y lucen chistera o bombín, los menos, y canotier, los más, porque es más juvenil, está más a la moda y resulta más barato. Las mujeres visten sus largos vestidos de colores bajo el secreto armazón del polisón, que es una forma de pequeño miriñaque que hace la cintura más estrecha. Todas las figuras con sus gestos naturales o con la animación de su baile nos transmiten la alegría de vivir de estos jóvenes de París de 1876, pero todas, también, adquieren un difícil modelado en el que el claroscuro apenas tiene lugar, de manera que, aunque ocupan un espacio creíble, tienen algo de planas, de figuras arrasadas por esa luz cambiante que produce el movimiento de las hojas de los árboles.
Renoir realiza un esbozo y, luego en el taller, perfecciona los retratos de sus amigos pintores del primer plano (Lamy de espaldas, Goeneutte con pipa, Riviere escribiendo, más atrás Gervex, Codey, etc) y amplía la escala de representación para dar a la obra el tamaño mínimo de las obras pensadas para concurso, de las obras que dan prestigio. Con ello consigue la admiración del público de la exposición impresionista de 1877, pero también, al mismo tiempo, está empezando a traicionar los presupuestos de su arte de vanguardia, en especial aquel que pretendía la necesaria inmediatez de lo real, aquel que recomendaba que sólo hay que pintar lo que se ve en el lugar donde se ve, porque la luz transforma a las figuras, a su color y a sus sombras.
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