|
Moisés. Miguel Ángel. Mármol. 2,3 m. Tumba de Julio II. 1506-1513. San Pietro in Vinculi. Roma. |
La gran obra de mi vida fue la tumba de Julio II. El Papa me la encargó y enseguida me puse a proyectarla. Pensé en hacer una auténtica montaña de mármol, con más de cuarenta estatuas, con esclavos y profetas. Sin embargo, tras la muerte de Julio II en 1513 todo se torció rapidamente. Sin el Papa dando vida al proyecto, el asunto no marchaba. Al final la obra resultó mucho más pequeña, de manera que la tumba acabó por instalarse en la iglesia de San Pedro in Vinculi en 1545, muchos años después de su muerte, y no en la basílica del Vaticano, todavía en construcción, como se había proyectado. Una de las consecuencias derivadas es que algunos de los mármoles en donde había trabajado, por ejemplo los esclavos, no encontraron acomodo en la nueva tumba. Sin embargo, el Moisés, que concluí tan sólo unos meses después del óbito del Papa, resultó a mi parecer imprescindible. Y es que Julo II admiraba sobre todo a esta figura, a su fuerte liderazgo y a sus leyes, los diez mandamientos, de manera que intenté que el Moisés contuviese algo del alma de este Papa, y que fuese de algún modo su alter ego. Por eso en la representación del profeta puse algo de su gesto, de la ira que afloraba con frecuencia a su cara y que alguien llamaría "terribilitá", andando el tiempo. A pesar de la decepción de perder una gran obra, como fue la proyectada, con el Moisés experimenté el más alto grado de satisfacción por mi trabajo. Sé que afirmar algo así, después de firmar la cinta que atraviesa el pecho de la Piedad del Vaticano y después de haber merecido los vítores de mis conciudadanos de Florencia por el famoso David de la Signoría, es como comparar la gloria con el cielo, pero quiero ser sincero al explicar que el placer que sentí al hacer el Moisés fue aún más intenso que en los dos casos anteriores. Su modelo intelectual fue el Laoconte, la escultura griega que acababa de ser descubierta en Roma en 1506. Me impactó por su espléndida anatomía en tensión y por su expresividad dramática, y quise darle réplica con este gran profeta que contempla al bajar del Sinaí cómo su pueblo, el pueblo de Israel, había traicionado a su Dios. Lo pensé sentado, pero con toda la fuerza de su mente concentrada en el movimiento que estaba a punto de producirse. Lo imaginé con su rostro lleno de furor, con los brazos y las piernas en tensión y con una musculatura casi hercúlea, que se dispone de manera que entendamos que está punto de levantarse. En su rostro y en su cuerpo ya no hay serenidad ni equilibrio. En su rostro y en su cuerpo hay intensidad, convencimiento, fuerza contenida, las armas nuevas que empleé para intentar cerrar la boca a todos mis enemigos con ese ingente repertorio de figuras humanas que inventé sobre la bóveda de la Capilla Sixtina. El Moisés, en realidad, comenzó siendo sólo otro de aquellos profetas y sibilas que acabé por sentar en el techo. Pero este Moisés se escapó del Vaticano y empezó a cobrar volumen y vida en el mármol de Carrara, hasta el punto de que, después de pulir toda su superficie de alabastro, no pude dejar de golpearlo con el martillo...
-Levántate y anda- le dije, como si aquel profeta pudiera llegar ser un nuevo Lázaro- Sólo te falta hablar.
El Moisés, con los cuernos derivados de esa mala interpretación de la Vulgata, no se movió y no dijo nada, pero lo sigue intentando para destruir de una vez todos los ídolos, para enseñarnos la verdad que nos revelan las antiguas sibilas y los ancianos varones de la Biblia, la verdad que prevalece y resplandece en el hombre sabio y convencido frente a sus invisibles enemigos. La verdad de Moisés-Julio II, mi mecenas colérico, el que un día se marchó hacia el más allá y que, gracias a mi obra, hoy sigue intentando levantarse en esta otra iglesia romana de San Pietro tan distinta a la que él pensó en el Vaticano.
No hay comentarios:
Publicar un comentario