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Descendimiento de Cristo. 1436. Roger Van der Weyden. 220 por 262 cm. Óleo sobre tabla. Museo del Prado. Madrid. |
Sobre un extraño escenario, en el escueto espacio definido por los cuatro trampantojos góticos con forma de ballesta (el óleo es la tabla central de un tríptico pintado por Van der Weyden para el gremio de ballesteros de Lovaina) y el fondo de piedra de color dorado, sobre los huesos de muerte del Calvario, Cristo acaba de morir para salvarnos y tres hombres lo bajan de la cruz, envuelto en un blanco sudario. Son éstos, un muchacho que aún está sobre la escala, Nicodemo con barba blanca, que sujeta a Jesús por los hombros, y José de Arimatea, el rico propietario, que lo sostiene por las piernas. Los dos adultos están tristes, con la mirada perdida, sin pensar en que ese cuerpo debería de pesar como pesan los cuerpos muertos, y en que ambos se mueven ya, siguiendo la diagonal. La Virgen está a la izquierda, vestida de azul pureza, dibujando en paralelo la misma línea de su hijo. Es la Compassio Mariae. Ella se ha desmayado, y San Juan, más a su izquierda, vestido siempre de rojo, se agacha para evitar que siga cayendo hacia el suelo, pero tampoco mira a Cristo; como los hombres de antaño, interioriza el dolor y se sume en un duelo profundo, pero a la vez sereno, semejante al de José de Arimatea y Nicodemo. San Juan es el más ensimismado. Está ausente de la acción que su cuerpo realiza, está pensando en Jesús. A su lado hay una joven que le ayuda a sujetar a la Virgen, pero ésta no destaca tanto como la otra mujer joven, la que aparece al final, en el extremo de la derecha. Esta otra mujer es María Magdalena. Ella está vibrando por el dolor. Su símbolo, el frasco de perfumes, aparece en manos de un personaje secundario tras la lujosa capa de José de Arimatea. Su pasión le hace adquirir una posición inestable, está girando como una peonza. Por eso los pliegues de su vestido se multiplican. Se diría que un golpe fatal la ha desequilibrado, de manera que no encuentra el equilibrio. Su amor era tan apasionado que la pérdida se expresa como un vendaval interior, un terremoto tan fuerte que ha roto su corazón y casi descoyunta su cuerpo. Detrás de San Juan, María Cleofás lo siente de otra manera. Ella es ya casi una anciana y fija el dolor en su rostro. Se seca con un gran pañuelo las lágrimas de sus ojos y llora con amargura. Es un dolor ruidoso, pero estático.
Finalmente, sobre el suelo, bajo el cuerpo de San Juan, el último protagonista, la muerte. La muerte en forma de calavera y de osario que pisan los protagonistas nos habla del lugar, porque se pensaba que Calvario venía de calavera. Pero la muerte, además, mira de frente y en silencio a los tres grupos de tres personas, perfectamente equilibrados (centro, izquierda y derecha), y a las diagonales paralelas de los dos protagonistas. La muerte que va a ser vencida... No sabe que ya está muerta, no sabe que en su victoria está también su derrota, pues Cristo muere en la cruz para salvarnos.
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