relatos con arte

Lo que sigue es un intento de utilizar la ficción para motivar el aprendizaje de la Historia de Arte. Lo que sigue son pequeños relatos apócrifos, reflexiones, descripciones, cartas o poemas. Textos inventados siempre, pero inspirados en la historia, para mostrar los sentidos de las obras o adaptarlos a nosotros. En ellos se hace hablar al autor, a un personaje, a un crítico, a un mecenas, a un profesor o a un espectador que nos cuentan sus razones, su manera de ver, su sentimiento o su reflexión ante la imagen plástica. Se intenta llevar a los ojos a un nivel correcto de enfoque (que no pretende ser único o excluyente de otros, pero que sí se pretende interesante) y animar a la lectura de lo que se ve, o lo que es lo mismo, educar la mirada y disfrutar del conocimiento, concediendo al contenido, al fondo de las obras, un papel relevante que en nuestras clases, necesariamente formalistas, se suele marginar.

Retrato imperial


Carlos V en Mülberg. Óleo sobre lienzo. 332 por 279 cm. Tizziano. 1548. Museo del Prado. Madrid
He luchado sin parar toda mi vida. Para defender mi poder, llegué incluso a permitir el Saco de Roma. Ahora vengo de vencer en el campo de batalla de Mülberg y de perder en Aquisgrán la ventaja de la fuerza ante las razones múltiples de los príncipes luteranos. Estoy cansado, le dije. Píntame como a un antiguo emperador, píntame como a Marco Aurelio, vestido con las vestiduras que corresponden a mi dignidad y con mi rostro derrotado por el tiempo. Tú que eres maestro del color ambiente y que también eres anciano interpretarás bien lo que quiero: ¿Qué te parece un horizonte con los signos del ocaso? 
Tiziano era parco en palabras: "Así se hará Majestad".
Y el veneciano siguió pintando este cuadro... Acabo de salir de un bosque, vestido con armadura. Estoy sólo. Mi mirada es convergente con la punta de mi lanza y se pierde aún más allá. Un amplio espacio se extiende tras las patas en cabriola del caballo que parece flotar sobre el espacio.

El refectorio de Leonardo

La Santa Cena. Leonardo da Vinci. Oleo y temple sobre yeso. 8,8 por 4,6m.1495-97. Refectorio de Sª Mª delle Grazie. Milán.  
Me pidieron los monjes de Santa María de las Gracias de Milán una pintura para el refectorio. Fácil, les dije, la Santa Cena es lo más apropiado. Luego fui a ver el espacio y me vino de golpe la idea. Se podría fingir que la arquitectura de la sala continuase más allá del muro, aplicando las leyes de la perspectiva y concediendo a los personajes de la cena un espacio y una dimensión casi reales. 
 Ghirlandaio. 1480. Fresco. 8,8 por 4 m. Ognissanti. Florencia
Lo siguiente fue plantearme la composición. El problema consistía en distribuir en torno a la mesa a los trece personajes. De entre ellos había uno, el traidor Judas, a quien la tradición concedía una situación de privilegio, porque solía aparecer delante de la mesa, separado del resto, en actitud de ocultarles la bolsa incriminatoria con las monedas, mientras el espectador la contemplaba en primer plano. Pensé que esa solución de mis contemporáneos Andrea de Castagno y Ghirlandaio concedía injustamente al traidor el papel protagonista. Por eso, decidí situarle del otro lado de la mesa, junto al resto de los apóstoles, y encontré que estaría bien constituir en torno a Cristo cuatro grupos de tres personajes cada uno inscritos dentro de un triángulo equilátero. Dos grupos aparecerían a su izquierda y otros dos a su derecha. En el centro de la composición, Cristo sería, además, el punto de fuga de la pirámide visual, quedaría aureolado por la luz de la ventana del fondo y tendría que separar bien sus brazos para alcanzar un volumen equivalente a cada uno de los cuatro grupos de tres. 
Andrea Castagno. 1445-50. Fresco. 4,53 por 9,75 m.  Sª Apolonia. Florencia
Para terminar tuve que releer la historia de la Santa Cena para buscar el momento de la representación. El momento elegido no fue el más importante desde el punto de vista religioso, que es el de la instauración del Santo Sacramento de la Eucaristía, el momento elegido fue el de la máxima intensidad emocional, el que exigió un mayor enfrentamiento entre las personalidades de los presentes, aquel en el que Cristo dice: "Alguno de vosotros me traicionará". Ante esta frase, las cuatro masas terciarias reaccionan. Se preguntan, se señalan, se escuchan, se acusan. Me serví de todo lo que sabía sobre el arte de la mímica y crucé las miradas para dar vivacidad al conjunto. Se diría que se escucha lo que dice cada cual... Sólo uno de los doce sabe a quién se refiere Cristo. Es el traidor el que, avergonzado, se separa hacia delante y esconde la bolsa con las monedas. El es el único que no pregunta, el único que guarda silencio...
En la elaboración del proyecto, intenté simplificar. Para evitar las engorrosas giornatas de la técnica del fresco, utilicé una técnica de temple que fue un rotundo fracaso. La obra se deterioró rápidamente. En ésto, resulta evidente, no acerté.   

Mona Lisa

La Gioconda o Monna Lisa. Leonardo da Vinci. (1503-19). Óleo sobre tabla. 79 por 53 cm. Museo del Louvre. París
Esta pequeña tabla con un retrato de mujer me ha acompañado desde Milán hasta París. Su valor va mucho más allá de su tamaño. La obra es toda ella un ejercicio de sfumato. Con esta técnica yo pretendía hacer imágenes más reales que las de los cuadros del Quattrocento, en los que las figuras humanas parecían duras esculturas de piedra. Para solucionarlo, pensé, había que suavizar los perfiles y para que estos perfiles esfumados parecieran reales era necesario cambiar la luz. Utilicé para ello una luz amarillenta, que parece luz de atardecer, una luz distinta a la luz clara y matinal del Quattrocento, una luz misteriosa y matizada... Pues bien, el sfumato lo apliqué a los fondos del paisaje, azuleando o agrisando los colores, y lo apliqué a la hermosa dama. A ella la dispuse con su busto en un ligero escorzo y con su cuello levemente girado para situar su cara de tres cuartos y hacer natural esa mirada al frente que se cruza con la del espectador. Después se me ocurrió poner la trampa de situar a distinta altura la línea de horizonte del paisaje de la izquierda, con respecto al de la derecha, sabiendo que nuestros ojos tienden a reposar siempre sobre esta línea. Luego miré el rostro de la mujer alternando los lugares desde los que la contemplaba... Había aplicado a las comisuras de los labios y al rabillo de los ojos la penumbra del sfumado, de manera que la expresión del rostro se ocultaba bajo un velo de misterio para posibilitar el milagro... Finalmente, el milagro se había producido. La mujer modificaba su expresión. Producía una impresión subjetiva diferente, cuando el contemplador cambiaba de posición. A veces parecía sonreír abiertamente, a veces sonreía con nostalgia, a veces, incluso, parecía inundada por la tristeza... Con su presencia, la digna belleza de la esposa de Giocondo nos revela que, aunque ella es siempre la misma, nosotros siempre cambiamos, y que con nuestros cambios la cambiamos a ella sin querer. 

Un retrato colectivo


La ronda de noche. Rembrandt Van Rijn. 1642.Óleo sobre lienzo.359 por 438 cm. Rijksmuseum. Amsterdam.
Como tesorero del gremio de los los arcabuceros de la ciudad de Amsterdam he ingresado en la cuenta del pintor Rembrandt Van Rijn la cantidad de 1600 florines, que antes tuve que recaudar entre los 18 pagadores que aprobaron su composición. La obra no se había planteado para ser pagada a escote. En el gremio, que es una milicia, la jerarquía es una necesidad. Siempre hay una cadena de mando que hay que respetar para que las cosas funcionen. Por eso, en el cuadro de Rembrandt y en mis anotaciones contables, el capitán Frans Banning Cocq y el teniente Willen van Ruytenburg, que aparecen en el centro y en el primer plano, han pagado más que los otros. Y es que su mayor importancia social se reconoce en el cuadro, de manera que al resto de la tropa se le concede una posición más marginal. Mirad por ejemplo, un poquito más atrás de los dos protagonistas a esos tres arcabuceros que representan otros tantos tres momentos sucesivos en el uso del arcabuz: cargar (a la izquierda), tirar (justo en el cogote del teniente) y soplar en la recámara para que salga la pólvora quemada (a la derecha), escuchad el sonoro redoble de tambor, mientras el perro le ladra (un poco más a la derecha), o penetrad en el espacio del cuadro para ver en el segundo plano al resto de los retratados, subidos a las escaleras o rellenando los espacios laterales, con sus bigotes y barbas, con sus vestidos de negro y sus golillas almidonadas, con sus cascos de metal y sombreros de fieltro, con sus lanzas o con su banderas... Entre estos, además, hay una niña, cuyo rostro se parece al de la esposa del pintor, con el emblema del gremio (un gallo), que aparece por detrás de otra figura de pequeño tamaño y que se mueve junto a ella hacia la derecha, como en un juego infantil. 
La ronda de noche. Detalle con Saskia
La ronda de noche. Rembrandt. Detalle con la orden y el disparo
Llama la atención la veracidad de las acciones y el gran parecido de los retratos, pero eso no ha sido obstáculo para que hayan surgido algunas críticas. Los detractores del cuadro se quejan de la penumbra que invade a la mayor parte de las figuras, lo que ha llevado a que algunos hagan el chiste de que hacemos prácticas nocturnas, o del marco arquitectónico desconocido de ese fondo de una puerta inexistente, y también de que resulta muy poco apropiada para un gremio tan marcial como el de los arcabuceros el desorden que se registra. Rembrandt se ha defendido intentando convencernos de que la gradación de la luz permite resaltar lo más importante (la orden del capitán al teniente y el emblema), que el momento elegido, que es justo aquel en el que se produce la orden, es el más importante, porque de él resultan los efectos positivos de la colaboración ciudadana, y que el marco arquitectónico inventado es un marco clásico que dignifica el contenido racional de la orden. 
Yo entiendo que los que critican tienen poca razón porque no valoran cualidades como son la dimensión, semejante a la de los antiguos cuadros de altar, y esa rara habilidad que tiene el artista para mostrar la espontaneidad de la gente. Esa habilidad es producto de una intensa observación de los detalles, y exige una representación ordenada y jerarquizada. Aquí, en las Provincias Unidas, hicimos surgir un estado que brotó de nuestra independencia contra la iglesia de Roma y el Imperio español de los Austrias. Este estado se fundamenta en la colaboración de cada uno de sus miembros y en la libre aceptación de un orden o poder colectivo antiguo de origen gremial. En ésta sociedad libre con mayoría calvinista, cuadros como éste de Rembrandt expresan con claridad el contenido de nuestra vocación colectiva y la justificación de nuestro nuevo orden político ciudadano, un poder que está presente en el gesto del capitán y que sirve para ordenar el caos.

Testamento

Archivo:Woher kommen wir Wer sind wir Wohin gehen wir.jpg
 ¿De dónde venimos? ¿Quiénes somos? ¿A dónde vamos?. Gauguin. Óleo sobre arpillera. 374 por 139 cm. Museo del Quai d'Orsay. 1898
Estoy enfermo y deprimido. No hace mucho me escribieron que mi hija se acababa de morir. Sobre un lienzo de tela de saco de más de cuatro metros de ancho, antes de suicidarme, envenenado por el arsénico, he pintado este cuadro que se titula: "¿De dónde venimos? ¿Quiénes somos? ¿A dónde vamos?" Es una especie de testamento en el que he puesto toda la energía que me quedaba. Es también un ensayo filosófico que sincretiza los símbolos cristianos con los ídolos de los primitivos tahitianos. Aparece el paso del tiempo, desde la infancia, a la derecha, hasta la vejez de la anciana que se tapa la cara, a la izquierda de la representación. Hay animales distintos como pájaros, un lagarto, un perro, dos gatos y una cabra... Como en casi todos mis cuadros, la mayor parte de las figuras son mujeres. En éste destaca, en el centro, esa Eva que coge una roja manzana. El fondo azul y frío contrasta con su complementario, el amarillo vibrante del cielo de la parte superior de las esquinas en las que he escrito el nombre del cuadro y mi firma, y con el naranja del modelado de algunas de las figuras del primer plano. El cuadro se lee al revés, de izquierda a derecha, y se termina con la figura de la anciana y con el pájaro que pisa a un lagarto. Las palabras son inútiles. Este cuadro me faltaba porque aún no había probado el gran formato, y también porque ensayaba la idea de una obra que expresase que un artista ha de olvidarse del mimetismo de la realidad y expresar su pensamiento, buscando la simplicidad de los primitivos y huyendo de las convenciones de este arte decadente que no sirve para hacer un mundo nuevo.  

Sin sombras

El dormitorio de Arles (1ª versión).  Vincent Van Gogh. Óleo sobre lienzo. 72 por 90 cm. 1888. Museo V Gogh. Amsterdam.
¿Que qué me parece el cuadro? Pues me parece muy interesante, Vincent. Veo que pintas como un impresionista, aplicando los tubos de colores puros directamente en capas gruesas sobre la superficie del pequeño lienzo. Pero veo también que has dejado de ser impresionista en el sentido de que no copias lo que ves, sino que buscas decir cosas a través de la pintura, como yo. Lo veo así porque prescindes de las sombras, lo cual es una experiencia de simplificación de la realidad que nunca haría un impresionista, porque implica dejar de pintar lo que se ve, aunque sí que modelas los objetos contraponiendo tonos de color delimitados por líneas oscuras. Veo que ambos procedemos de igual forma, porque dibujamos líneas que delimitan los objetos y que encierran campos de color. Además percibo con claridad que intentas expresarte con estos colores, puesto que rellenas los contornos con un contenido diferente al del real. En eso tú y yo nos parecemos, sin embargo en lo demás somos muy distintos. Veo que la manta de la cama es de un rojo tan intenso que centra nuestra mirada y que el azul suave de los muros destaca su presencia. El rojo da mucha viveza al cuadro y el azul del muro permite destacar más al amarillo viviente de las sillas y de la estructura de madera de la cama. Resulta muy interesante esa ambición tuya por remarcar la pincelada, que es muy pastosa, porque tiene mucha materia. Tus toques de pincel siguen un orden, una dirección que parece en el suelo intentar subrayar la profundidad de la habitación, mientras que en la ventana juega a lo contrario. La habitación es muy extraña, por cierto, porque no es común que las paredes no se crucen en ángulo recto ni que el suelo esté inclinado hacia la izquierda, y esto es justamente lo que sucede aquí, en este dormitorio de Arlés. ¡Ah! Vincent, ¿le has enseñado el cuadro a Theo? Dile que has estado conmigo...
Vincent, no seas así... ¡Ya empezamos otra vez a discutir!, ¿Qué te pasa Vincent? ¿Qué te ocurre?

Cómo contar los cuentos a una liebre muerta.

Cómo explicar los cuadros a una liebre muerta. Beuys.1965
Ese soy yo. Parezco un payaso. El Augusto triste del circo con la cara embadurnada de miel. Llevo el rostro así, manchado, porque la miel de las abejas tiene propiedades milagrosas. La producen las pacientes y hacendosas obreras para dársela a la reina y conseguir la extraña y gran metamorfosis de la vida, y yo se lo robo a las rojas obreras para  intentar resucitar a esta pobre liebre muerta. Yo me embadurno con ella, lo mismo que me embadurnaron con cremas y aceites varios cuando mi avión se incendió en el Caúcaso. Con ello salvé mi vida.
La liebre es como un bebé muerto. Aún no sabe hablar, no me entiende, sin embargo yo sigo contándole esta historia, día a día, hora a hora, como hacen las madres con sus hijos, a pesar de que saben que sus bebés no las entienden todavía. Así es. Ellas no dejan de hablarles en su idioma y yo hago lo mismo con mi liebre. Pienso en el gran sufrimiento de la Piedad y en el cuerpo de Cristo muerto. Sufro en mi corazón un dolor profundo. Me duele esta muerte inmensa. Mi rostro, aunque en blanco y negro, recuerda al de la Piedad de Miguel Ángel o al del Nicodemo del descendimiento de Roger Van der Weiden. Llevo ensayándolo un lustro, intentando que se vea esa concentración, ese ensimismamiento sereno, reflexivo, callado, esa tristeza profunda.
Voy vestido de cazador. Llevo un anillo en el dedo y una argolla en el chaleco. Seguro que pensaréis que yo he matado a la liebre, pero quiero que penséis que también yo la he salvado con mis cuentos, con la miel de las abejas o con el fieltro que se esconde en mis botas y me salvó de la muerte en Crimea... Soy un artista, soy dios, un sacerdote, el chamán del más allá en este mundo ateo y descreído, la Virgen de la Piedad que pide la resurrección. Hoy en día no hay más culto posible que el mío. El del hombre que se casa y es fecundo, el del hombre que piensa y que nos mira al mismo tiempo, el que escapó de milagro de la muerte, el del artista que nos salva y que nos mata, el que hace arte inmaterial porque no deja residuos, el que hace un arte que está hecho solamente con ideas y vive su vida total como si ésta fuera una gran obra de arte. Yo soy Joseph, soy José, padre y madre, ungido por miel de abejas, el salvador de una liebre, delante de unas cortinas y rodeado de cuadros...

Lee en la web este artículo. Es fantástico.  http://www.homines.com/arte_xx/joseph_beuys/index.htm

Mártir bailarín

San Sebastián. Alonso Berruguete. Madera policª
Retº San Benito. Mº N. Escª Valladolid
Después de aprender el oficio en Italia, lo mismo que mi padre, volví a España. En Valladolid me instalé. Constituí un gran taller a las afueras para hacer grandes retablos de madera policromada. Trabajé mucho con la gubia. Tanto es así, que era frecuente rematar las figuras con algunas incorrecciones. Consumía diariamente madera en grandes cantidades y empleaba mucho pan de oro en los vestidos, porque la técnica de policromía, denominada estofado, lo requería. 
Si en mis trabajos romanos me pedían una cierta contención, en España me demandaban movimiento e intensidad drámática.
El San Sebastián del retablo del Monasterio de San Benito de Valladolid, por ejemplo, está casi extenuado, con su cabello mojado por el sudor y con la boca entreabierta por el sufrimiento. Fue una buena excusa para abordar el tema del desnudo y la belleza sensual, que en España se rechazan por principio, y también para exhibir la figura serpentinata que había aprendido en Miguel Ángel, ese movimiento sugerido que parece hacer bailar al santo con las piernas separadas y los brazos levantados, atado al árbol, con el cuerpo musculado y en tensión, y con el tronco horadado por las flechas del martirio.
Esta es una escultura exenta de una escala inferior a la real en madera policromada. En ella el pan de oro se aplica sobre todo al árbol, pues la figura es un desnudo, en el que el estofado se limita a ese paño tan sucinto que le cubre las vergüenzas. Sin embargo, a mi me gusta mucho. Me recuerda aquella Italia lejana que viví en mi juventud. Seguí entonces el camino de mi padre, que trabajó con Piero de la Francesca. Yo llegué un poco más tarde, estuve en la Roma de los papas y conocí al gran Miguel Ángel. Él intercedió para que se me permitiese hacer una copia del Laocoonte y me trató como un artista. De ello me enorgullezco, ahora que todo eso queda atrás.

Pintar un milagro

Entierro del Conde de Orgaz. El Greco. 1586-88. Oleo sobre lienzo. 4,6 por 3,6 m . Iglesia de Sº Tomé. Toledo. 
Para pintar un milagro hace falta ver que se produce un hecho excepcional, algo que está más allá de la naturaleza. Para eso utilizo la luz, esa luz de la gloria, que brota del cuerpo de Cristo y que alarga a las figuras de los santos que disfrutan de la contemplación de Dios. Esa luz que inunda la parte inferior del cuadro, mientras el brazo de un ángel ayuda a ascender al cielo el alma del difunto bajo la forma de un niño transparente. Esa luz que hace mirar hacia arriba al sacerdote y a alguno de los hidalgos que asisten al entierro. Es un entierro nocturno, con velas. Un entierro antiguo, el entierro del Conde de Orgaz, que murió ya hace dos siglos, al que asistieron milagrosamente el obispo San Agustín y el diácono San Esteban, que habían vivido y muerto en los siglos de los emperadores romanos. Mi hijo y yo nos retratamos entre los asistentes, para sumarnos al misterio. El misterio de un espacio cerrado abajo por la galería de retratos de hidalgos de negro con golilla y abierto arriba por la acumulación de los bienaventurados con perspectiva baja y cánones alargados al estilo de Tintoretto. Arriba esperan Cristo, junto a la Virgen y San Juan Bautista, formando un triángulo isósceles que penetra en la profundidad eterna de la Gloria. A su lado están los santos (San Pedro con las llaves, entre ellos), los bienaventurados, ángeles diversos y almas translúcidas con cabeza de niño y alas que se incrustan en la gelatinosa materia de esa nube blanca que sirve a todos de fundamento físico. Este espacio profundo y luminoso, pintado a la veneciana, contrasta con la cortina negra y angosta de los retratos de hidalgos de abajo y con la precisión realista de los tres personajes del milagro. De este modo, por la luz sobrenatural de este milagro, se distinguen el cielo y la tierra, y el pasado, el presente y la eternidad se unifican. La luz divina ilumina el espacio y el tiempo. Sólo si la contemplas con devoción cristiana serás capaz de ver la Gloria.   

Majestad

Majestad de Batlló. Madera policromada. 94 por 96 por17 cm. Mº Arte Cataluña. Barcelona.
La Majestad de Batlló es una talla policromada de madera de un Cristo que no sufre. Aunque Cristo es Dios y hombre verdadero, en la idea neoplatónica de San Agustín, su carácter divino predomina sobre sus rasgos humanos. Cristo nos salva en la cruz, pero nos salva porque puede, porque es Dios. Por eso no sufre apenas y tiene su cuerpo rígido, absolutamente frontal, con las piernas separadas, de manera que los pies no estarían en ningún caso superpuestos, como pasa en los Cristos góticos. Además, su cuerpo carece de canon y de formas anatómicas correctas, y su vestimenta es un puro juego decorativo de pliegues lineales y simétricos. 
Lo que no se entiende muy bien es que Cristo esté vestido y que su rostro sea el de un viejo con ojeras y con pelo y barba largos. En la moda romana de la época de Cristo, el pelo solía ser corto y la barba se afeitaba, al tiempo que se rejuvenecía al emperador representado (así lo vemos en las estatuas togatas, toracatas o apoteósicas de Augusto). Cristo tenía al morir 33 años y su ropa se la reparten los soldados. Así que Cristo muere joven y casi desnudo, como un hermoso Apolo, tal y como lo representarán en el renacimiento y en el barroco. Sin embargo, en el románico le visten con una túnica larga y le ponen años encima. ¿Lo hicieron los cluniacenses para hacernos ver que Cristo era distinto de los dioses y de los emperadores paganos? ¿Lo hicieron para intentar que pareciese más sabio? No lo sé... Son extraños estos Cristos del románico.

Revolucionario

La libertad guiando al pueblo. 1830.  Eugene Delacroix. Óleo sobre lienzo. 2,60-3,25 m. Museo del Louvre. París
Este es un cuadro que excita el sentimiento revolucionario. Todo gira en torno al personaje central, la mujer que enarbola la nueva bandera tricolor de la revolución y que luce el pecho desnudo. El personaje no es exactamente una mujer, en realidad es un símbolo. De los antiguos viene el idealismo de su rostro y el carácter racional del canon, cual si fuera un personaje neoclásico. El gorro frigio que luce sobre su pelo corto también alude a la revolución de 1789. La barricada, sin embargo, nos introduce en otro ámbito, el de la brutal realidad de la reciente revolución de 1830. En la barricada hay muertos sobre los adoquines del suelo y, siguiendo a la bandera, un niño con dos pistolas, un burgués con chistera y con una escopeta de caza en la mano y un proletario con mandil, boina y espada. Todo el conjunto se mueve imparable hacia delante, todas las clases luchan del mismo lado, armados hasta los dientes, siguiendo a la libertad, para triunfar contra el Borbón, Carlos X.
Hoy me echan en cara el que me haya autorretratado en la figura del burgués, una vez que la revolución ya ha triunfado, una vez que Luis Felipe ya gobierna. Hay algunos que van más allá. Me reprochan que realmente no estuviera en las barricadas, luchando con los héroes del pueblo. Yo les digo que si no luché en la calle sí que quiero luchar ahora con mis pinceles. Yo les digo que los pintores de mi admirada escuela española, como Velázquez, el Greco y Goya, me enseñaron muchas cosas, entre ellas esa idea de incluir alguna vez mi autorretrato entre los personajes de mis obras. En ellos también yo he aprendido a conferir a la masa un papel protagonista, y a valorar el color y el ambiente por encima del dibujo. Por eso y porque la masa ha incendiado la ciudad el ambiente es vaporoso. Mi arte es urbano, de calles con casas altas y adoquines, con burgueses y proletarios. Mi arte está al servicio de la revolución y es contrario al régimen moderado de la Restauración. Mi arte intenta contribuir a crear un mundo nuevo. Liberalismo y romanticismo son fenómenos paralelos. Fijaos en el primer plano. Los soldados represores han sido derrotados. Han pagado su osadía con la muerte y con el expolio. Han perdido sus armas, sus pantalones y sus botas, pero conservan las casacas y los gorros, ahora inútiles. Ellos fueron derrotados. Mi arte se compromete con los cambios, con la fuerza de la libertad que guía al pueblo. Por eso pongo mi escueta firma detrás de los muertos, a la izquierda, y delante de un fondo urbano en el que surgen de la bruma las torres mochas de la fachada de Notre Dame. La iglesia del Antiguo Régimen también ha sido derrotada.
Andando el tiempo (1879) llegará al Louvre una obra que hace juego con la mía. Es una obra helenística, la Victoria de Samotracia. Aunque, en vez de bandera lleve alas y aunque en vez de recorrer mi barricada parisiense, avance sobre la proa de un barco, la Victoria se mueve impetuosa y muestra orgullosa su cuerpo divino de manera parecida a la de mi libertad triunfante. Mi libertad fue una Victoria que derrotó al Antiguo Régimen y que reina en las calles con su belleza desnuda. La Victoria es ante todo un símbolo de Libertad.    

Pintar el dogma

Pantocrator de San Clemente de Tahull. Fresco. Siglo XII. Museo de Arte de Cataluña. Barcelona.
Me pidieron que en el ábside de esta iglesia pirenaica pintara este gran fresco. Domina un enorme Pantocrator, ese Cristo en majestad que se sienta sobre un trono y que reina sobre el firmamento, rodeado por la mandorla y por el tetramorfos simbólico. La comunidad benedictina me hizo seguir sus instrucciones de manera rigurosa. Nada debía de escapar a su control doctrinal, pues el dogma es algo único. Me dijeron que no improvisara, que no se me ocurriera pintar nada que no se hubiera pensado y aprobado. El Cristo tenía que ser poderoso, por eso sería más grande que las otras figuras y habría de ocupar el centro. Convendría, además, que artificios como hacer más grande su cabeza y más pequeños sus pies se utilizasen para hacer más creíble su poder. Su expresión no sería humana, pues nuestras pasiones no afectan a Dios, por eso sería hiérático, solemne y distante, y estaría precedido del alfa, que es el principio, y de la omega o final, tendría el libro abierto en una de sus manos y con la otra estaría bendiciéndonos, salvándonos en la eternidad. Más allá de la mandorla, cuatro ángeles nos muestran los cuatro símbolos del tetramorfos y, abajo, tras la inscripción de sus nombres, los santos exhiben sus libros y aureolas y la virgen la sangre de Cristo.
Pintor, me dijo el fraile vestido de negro que me ayudaba a pintar, olvídate del espacio y del volumen. Los colores han de ser planos. El fondo, como en los beatos, debe de estar dividido en franjas. El dibujo ha de ser grueso. Los nombres de cada cual han de estar bien escritos justo a su lado. Si te gusta decorar, aplícate en los vestidos, en el arco sobre el que se sienta Cristo o en las líneas de la mandorla. Ahí es lícito emplear juegos geométricos o decorativos. Lo demás es invariable. Ha de ser siempre así. Lo que importa es sólo el dogma. El esquema ha de ser claro. Olvida la realidad. Aquí estás pintando tu fe. 

Capilla Scrovegni

La huida a Egipto. Giotto. Fresco sobre muro. 200 x 185 cm, 1304-1306. capilla Scrovegni. Padua.
Lamentación ante el cuerpo de Cristo, Giotto. Fresco. 1304-1306. capilla Scrovegni. Padua. 
El banquero Scrovegni me ha pedido que decore con frescos toda la superficie interna de la capilla. Ya lo he hecho. He pintado con verdad las historias de los evangelios. Intento sugerir profundidad. Para eso uso una perspectiva alta, la llamada perspectiva caballera, porque se sitúa a la altura en la que miran los señores, sentados sobre el lomo de sus caballos. Ello hace que la línea de horizonte suela estar en el tercio superior de los recuadros, lo que hace necesario incluir tras las figuras un fondo de paisaje esquemático, que no tiene más interés que hacer creíble su volumen. Reservo siempre el centro para los protagonistas de la historia y dispongo alrededor a las figuras secundarias, cuidando de que alguna de ellas, en el primer plano, se ponga como en escorzo, y hago lo mismo en el último, en el que, por cierto, me gusta mucho poner ángeles. Luego intento modelar a las figuras con un claroscuro riguroso para que nos den sensación de volumen, lo que implica preparar al menos tres tonos de cada color y aplicarlos a partir de la dirección inequívoca de la luz. Con este quehacer me olvido de algunas herencias recibidas como ese antiguo color dorado de los fondos o como el artificial alargamiento de las figuras y el juego decorativo de los pliegues. Lo importante para mi es la humanización verdadera de los personajes evangélicos, conforme al sentimiento burgués de las ciudades, conforme a la espiritualidad de San Francisco y a la doctrina escolástica de los dominicos de París. Mis figuras son anchas y están distribuidas de forma ordenada sobra la superficie de la representación y sufren o disfrutan de la vida como los hombres y mujeres que me inspiran lo que sienten. Son figuras dignas que rompen con las convenciones de todo el arte anterior para intentar parecer tan humanas como cada uno de nosotros. Y es que Dios no está en los libros, ni en las pinturas de iglesia. Dios está en la caridad y en el amor por los otros. Para salvarnos, por tanto, yo pinto lo que veo. Me enorgullezco de ello. Sin embargo me arrepiento del ahorro en lapislázuli y de pintar el azul del manto de la virgen con un "fresco a secco" que se descascarilla con facilidad. Si el "buon fresco" y las "giornatas" son la virtud de estas pinturas, el retoque en secco fresco es un pecado evidente. Los pecados hacen mella en las pinturas y merecen penitencia.
El beso de Judas, Giotto. Fresco sobre muro. 200 x 185 cm, 1304-1306. capilla Scrovegni. Padua.

Gabinete privado

Maja desnuda. Francisco de Goya. Oleo sobre lienzo. 97 por 190 cm. 1790-1800. Museo del Prado. Madrid 
Su rostro es impersonal, con la idealización relativa de las majas. Sin embargo, la actitud de la mujer da mucho que hablar. Su desnudo es agresivo. Carece de cualquier signo que permita asociarla con un tema mitológico. Por lo tanto no es una Venus, no es una diosa, ni siquiera es una dama. Es una mujer agresiva, una hembra que mira hacia el espectador de frente y con descaro, una mujer que exhibe el vello púbico y levanta sus brazos por encima de la cabeza para hacer más explícitos sus pechos. Estos son relativamente voluminosos y turgentes y están un poco separados. Según algunos, estos pechos son parecidos a los de la duquesa de Alba, con la que tuvo el artista una antigua relación sentimental. Eso explica que la obra haya sido propiedad de la duquesa, hasta que ha acabado aquí, en palacio. Godoy la ha hecho instalar en su gabinete privado, junto al famoso desnudo de Velázquez al que llaman la Venus del Espejo, y le ha pedido al autor que le pinte una réplica vestida, para poder ocultar a la desnuda con un sencillo mecanismo, cuando alguien de poca confianza entre en su gabinete. El autor, un tal Goya, lo ha hecho, pero de tal forma, utilizando un estilo tan distinto que, aunque se represente a la misma mujer y en la misma posición, son dos cuadros radicalmente diferentes. Dicen que ese cuadro puede traer cola. Si se enteran los tiquismiquis funcionarios de la Inquisición y Godoy se hace el sueco, ese Goya no se libra de ponerse el sambenito...
Maja vestida. Francisco de Goya. Oleo sobre lienzo. 95 por 188 cm. 1802-1805. Museo del Prado. Madrid

El milagro cotidiano de la luz

Vocación de San Mateo. Michelángelo Merisi, el Caravaggio. 1599-1601. Óleo sobre lienzo. 3,22 por 3,40 m. Capilla Contarelli. Iglesia de San Luis de los franceses. Roma
Cristo entra con San Pedro en la oficina del publicano Mateo y levanta su brazo señalándole. La luz sigue el gesto de Jesús y busca al rostro del que ha sido llamado. Mateo es rico, él trabaja para la hacienda pública, cobra impuestos para el César y maneja mucho dinero. Sobre la mesa brilla el oro de las monedas más allá del papel blanco del libro de registro. Mateo, sin embargo, va vestido con las ropas de las aristocráticas gentes de Roma en el tiempo de Caravaggio y no como vestían en la época de Cristo. Se pretende actualizar el mensaje, como aconsejó el concilio de Trento, para que el contemplador perciba que también a él se le llama, que la llamada de Cristo se produce más allá del tiempo. Mateo se da cuenta del asunto y se pregunta si es a él a quién se llama, y se enfrenta, sorprendido, con la luz y con el gesto de Cristo. ¿Es a mí? Son muchos los llamados y pocos los elegidos. Pero todos, cuando miren hacia Cristo, van a ser deslumbrados... Todos verán poco más que la silueta de Cristo, en contraluz, junto a la de San Pedro... Presumirán que Cristo es Cristo porque éste lleva una aureola disimulada sobre su cabeza y porque en la penumbra se ve cómo ambos van descalzos, lo mismo que los dioses clásicos. Verán que Cristo y la luz se funden, porque Cristo es luz y porque Cristo sigue siempre la dirección y el sentido de la luz. Una luz, por cierto, que no tiene nada de especial, una luz de atardecer, una luz sin filtros, sin truculencias, que no parece milagrosa, que no cambia el color ni alarga los objetos. Una luz normal, de media tarde, que nos llama.
Cuando los aristócratas de Roma miraron la Capilla Contarelli de San Luis de los Franceses se vieron a sí mismos y entendieron que la luz que inunda esa oficina en penumbra es la misma luz que la de las puertas y ventanas de la ciudad en el declinar de la tarde, la luz de las tabernas a la hora de la siesta... La vocación, por lo tanto, no es un rayo misterioso. Es un rayo tan común que es igual que la luz de cada día. El milagro que convence a San Mateo está en la misma naturaleza de la luz.

Un farol protagonista

Los fusilamientos de la Moncloa- El 3 de Mayo en Madrid. Francisco de Goya. Oleo sobre lienzo. 3,47 por 2,68 m. 1814. Museo del Prado. Madrid  
El farol es un factor expresivo esencial en la obra. Es de noche y es su luz la que narra el horror de la muerte en los ojos inocentes del hombre vestido de blanco, el que levanta hacia el cielo sus brazos y exhibe su pecho a las balas. Su camisa inmaculada absorbe la claridad, mientras se muere en su entorno. Es también ese farol el que pone contraluz a la maquinaria infernal del pelotón de fusilamiento de soldados sin rostro, que entra hacia dentro en el cuadro, siguiendo una diagonal que parte del primer plano. En el mismo primer plano y a la izquierda de las botas del último de los soldados, hay un muerto, dispuesto en violento escorzo, y un suelo regado de sangre que precede a nuestro héroe, que se arrodilla a su lado, y que abre sus brazos en aspa para ofrecerse a las balas asesinas... Detrás va la multitud, una cola en la penumbra de la noche que asciende desde el cuartel del Conde Duque hasta el farol de la muerte...
En la noche del horror, Goya destaca la inocencia del héroe, por eso lo pinta de blanco. Por eso le hace abrir los brazos, como si fuera un Cristo nuevo en la cruz del sacrificio. Un ejército sin rostro, que pinta del gris más mate, en la anónima penumbra reprime a los sublevados. Podría ser el ejército francés uniformado u otro ejército cualquiera, pero el pueblo es sólo un pueblo. Es el pueblo español. El héroe de blanco es un personaje racial, es un hombre aún joven muy moreno y tiene el pelo rizado. Hay un monje con amplia tonsura. Los tipos son muy chaparros y su forma de vestir es la propia de la gente de Madrid... Es una obra muy grande, una obra con mucha política para el rey Fernando VII que está volviendo a Madrid al tiempo que Goya pinta este cuadro. Viene de Francia a recuperar su poder y viene con la intención de volver al absolutismo y de perseguir a sus adversarios políticos. Goya durante la guerra había sido tildado de afrancesado. Por eso ahora, en 1814, seis años después de sucedidos los acontecimientos pintados, Goya quiere justificar su posición. ¿Qué dice? Miradlo... Que él siempre estuvo con el pueblo, que éste es digno de ser el protagonista del cuadro, como lo será entre los románticos, apenas diez años más tarde, porque el pueblo, como dijo la Pepa, sustenta la soberanía y es el verdadero protagonista de la historia.

Las Meninas

Las Meninas. Velázquez. 1656. Óeo sobre lienzo.  310 por 276 cm  Museo del Prado. Madrid.
Velázquez me mira a mí y yo estoy en el lugar en el que según su cuadro deberían estar los reyes, que se reflejan esfumados en el espejo del fondo. Son los reyes los que han hecho que la Infanta Margarita y Doña Isabel de Velasco estén empezando el saludo, la reverencia que implica sujetar el guardainfante aparatoso, mientras Mari Bárbola mira y Doña Isabel de Sarmiento, la otra menina, y Nicolasito Pertusato permanecen aún ajenos a la presencia real. Eso mismo le sucede al gran mastín del primer plano y al guardadamas y a la mujer con toca del segundo plano, en la penumbra. Su aparición ha sido inesperada, si nos fiamos del gesto controlado de la Infanta. El pintor, sin embargo, armado con pinceles y paleta, y refugiado tras el alto lienzo, parece pensar y mirar antes de ejecutar una pincelada. Para eso él estaba allí, sin duda, como un pintor de corte, que hace retratos de toda la familia real y de la gente de palacio e intenta pintar el aire. 
Yo miro también a Velázquez, y le digo que no soy el rey y que no es posible confundirme a mi con él, a pesar de que él haya pintado un espejo al fondo en el que aparecen reflejados el rostro y el tronco del monarca, Felipe IV, y de su esposa, Doña Mariana, y a pesar de que se dibuje en la puerta de ese mismo fondo, el aposentador de palacio, Don José Nieto, que es un signo evidente para los que vivimos aquí de que el rey está llegando. Yo le sugiero al pintor la idea de que entre la realidad que él representa y el que contempla la obra no hay comunicación posible. Que la ficción es mentira como lo son los rostros de los reyes, reflejados en el espejo. Que el que sale en las Meninas tras el lienzo, en realidad, no es Velázquez, que es tan sólo su autorretrato y que si se le mantiene la mirada y se le lleva la contraria con el ánimo negativo de la inversión de los espejos, uno ve que no se mueve, que es tan sólo el efecto de una impresión subjetiva, personal.
Sin embargo, también sé que lo que estoy diciendo no es totalmente cierto, porque entiendo lo suficiente como para darme cuenta de que lo que él pinta es una imagen de la realidad realizada con una habilidad indiscutible que matiza los planos de luz y otorga diversos niveles de enfoque a los personajes del cuadro con una factura suelta insuperable. Porque entiendo que para él representar es trasladar su pensamiento a base de símbolos e imágenes, y comprendo que él ha puesto entre los cuadros de la habitación "La fábula de Minerva y Aracne" de Rubens, que es el fondo también de "Las hilanderas", y el "Apolo y Pan" de Jordaens, por alguna razón que tiene que ver con la defensa del arte de la pintura para que yo piense en lo que hace y para que aprecie en "Las Meninas", además de su habilidad en trasladar la apariencia de las cosas, la profundidad simbólica de su pensamiento. Intento reflexionar en su mensaje y entiendo que tal vez existe una relación especial de los artistas con los dioses, la que nos habla de la persecución del ideal platónico del mundo de las ideas, la de la construcción de un sentido, que trasciende al mundo de las sombras, que vive en la fugacidad caótica del tiempo, y que se acerca a la verdad y a la belleza. Sólo así se consigue la nobleza que representa la cruz roja de Santiago, el título nobiliario que tanto persiguió Velázquez y que finalmente el rey, su amigo, le otorgó en 1648. Ese signo, dicen que fue añadido al cuadro después de su muerte como un homenaje al pintor, aunque también pudo haberla pintado el mismo artista para dar noticia de su triunfo. Por eso miro también esa cruz que nos dice que el objetivo de su gran afán por defender la dignidad intelectual de la pintura se consiguió al final, y eso sirve para llegar a darme cuenta de que él es el protagonista del cuadro y no la infanta. Él que mira y no se mancha con la paleta y el pincel, que está en su mano de artesano, él que piensa y que merece la nobleza porque hace arte con mayúsculas.

Las putas de Avinyó

Las señoritas de Avignon. Pablo Ruiz Picasso. Óleo sobre lienzo. 243,9 x 233,7 cm. 1907. MOMA. Nueva York
No son cinco señoritas, ni son de la ville d'Avignon. Son cinco las putas desnudas de la calle Avinyó de Barcelona, posando tras una cortina y en torno a una mesita con frutas sobre un fondo de un tono azulado y frío. Dos de ellas esconden su rostro tras máscaras africanas o ibéricas, una está sentada y de espaldas, como sorprendida de salir en esta imagen. Otras dos, en el centro, posan de forma erótica, con los brazos elevados sobre sus cabeza y mirando fijamente al espectador. La última, a la izquierda, aparece en pie y mirando hacia la derecha como una linda dama egipcia que soporta sin descanso esa eterna y formalista ley de la frontalidad en la que las cosas se representan por convención en su posición más característica (rostro de perfil y ojo de frente), al tiempo que levanta la mano y descorre la cortina. Todas ellas nos miran con sus ojos vacíos. Nos miran acusadoras. Nos miran con mayor intensidad que la de nuestra mirada. Las putas son así, orgullosas femmes fatales, mujeres que venden placer y contagian sífilis, seres humanos que sugieren amor y vida pero también te pueden llevar a la muerte. La forma contemporánea del desnudo femenino no son las bañistas de Cezanne ni las de Matisse de "la joie de vivre", no, la forma del desnudo femenino son las escandalosas putas que te miran a los ojos, como la Olimpia de Manet o La maja de Goya. Una imagen de escándalo, una imagen que me sirvió como laboratorio para experimentar el consejo de Cezanne de pensar la realidad y reducirla a facetas geométricas. Así rompí definitivamente con el punto de vista único e inmóvil de la perspectiva lineal renacentista. Así pude especular con la simplificación de lo aprendido en las máscara africana de las mujeres de la izquierda y con la simplificación ritual de las máscaras ibéricas. Aunque no lo mostré al público en una exposición hasta 1916, nueve años más tarde de haberlo realizado, nunca nadie triunfó tanto con un cuadro. Ya en 1907, Bracque y Matisse fueron capaces de valorar su importancia. Con él se inauguró el cubismo, la vanguardia constructiva y racional del siglo XX. Con él el arte se olvida de la realidad visual al representar a las figuras y a los objetos incluyendo distintos puntos de vista. Con ello el arte se intelectualiza. El objetivo del arte sigue siendo para mi el mismo que el de los clásicos, el mismo que el del gran Rafael: La composición equilibrada, a la que se subordina el color y también el modelado que confiere un volumen sumario a los cuerpos. Recuerdo que Cezanne pretendía justo esto: "Reducir la realidad al cilindro, el cono y la esfera". Tampoco el color es real. A veces, el color de las cosas se modifica para atender a las necesidades compositivas ¿No veis el color oscuro de de la raja de sandía? Comparadla con el de la cortina y el suelo... ¿Y qué me decís del color gris de las uvas?  
http://www.youtube.com/watch?v=pqfjgM7StAE

El castigo de los dioses

Grupo del Laocoonte. Escuela helénistica de Rodas. 50 después de C. 242 cm. Mármol. Museo Vaticano. Roma
En este mismo año, en 1506, han encontrado en las termas de Trajano esta hermosa escultura de mármol, que es de lo mejor que yo haya visto nunca. Como soy escultor puedo decirlo. Se trata de una obra pensada para ser vista de frente, con tres varones desnudos de dos escalas diferentes y una serpiente. El autor ha procedido con destreza combinando un canon perfecto, una fuerte tensión muscular en los cuerpos, una expresividad dramática en los rostros y un cierto desequilibrio en las figuras que, integrado en una composición en la que prima la diagonal, produce una sugestión de movimiento que me resulta muy interesante. Además su claroscuro es intenso, en especial en las barbas y en los abundantes cabellos del protagonista y en su boca, en donde el trépano ha profundizado sin temor. Se trata sin duda de una obra griega, porque mantiene ese gusto por el desnudo de la figura humana con un canon perfecto y porque su tema es fácil de identificar: "El castigo de Laocoonte y sus hijos", que es un tema derivado de las epopeyas homéricas de la guerra de Troya, y que aparece, además, en la Eneida de Virgilio. Sin embargo, la información más relevante al respecto nos la ofrece Plinio el Viejo, que habla de esta obra en un texto sobre el palacio de Nerón, y que la atribuye a Agesandro, Atenodoro y Polidoro, escultores de la escuela de Rodas de los siglos III o II antes de Cristo. La obra nos dice a todos que los griegos son también capaces de la máxima expresividad dramática, cuando abordan los temas del dolor y del sufrimiento. Nos habla del interés por la calidad de las cosas y su claroscuro (ved la preciosa tela) y del gusto por conectar a las figuras y por sugerir movimiento...
Teniendo en cuenta la extraordinaria importancia de la obra, le he aconsejado al papa Julio II que compre el grupo escultórico y que lo exhiba en el Vaticano, en el patio que llaman del Belvedere, para que toda Roma pueda conocerlo, en compañía de ese Apolo que me sirvió de modelo para el rostro del David. También le he adelantado al Papa la idea de restaurar el brazo derecho del Laoconte con un brazo tensionado y doblado hacia delante, de modo que la mano se acerque a la cara. Creo que, finalmente, Julio II me hará caso...
Y ahora me da por pensar que, en realidad, Laoconte fue sobre todo un profeta, un profeta como aquellos que estoy pensando en pintar, en la Capilla Sixtina, junto a las Sibilas clásicas, y que sus hijos son jóvenes desnudos, de escala inferior a la de su padre, como los bellos Ignudi que aparecerán sobre ellos... Creo que es buena la idea... ¿Sabeis quién soy? ¿No?  Soy florentino de origen y, aunque todos me conocen por mi nombre de pila, me apellido Buonarroti.

El gran David

David. Miguel Ángel. Mármol, 5,15 m. Mº de la Academia. Florencia
David. Miguel Ángel. Mármol, 5,15 m. 1501-1504. Mº de la Academia. Florencia. Detalle.
Yo también soy David y también soy Florentino. Soy un prodigio técnico. Miguel Ángel me hizo de un sólo bloque de mármol, estropeado por la toma de puntos de un escultor sin experiencia. Tengo más de cuatro metros de alto. Estoy desnudo como un Dios, tengo postura clásica, con la pierna de apoyo reforzada por la masa del tocón, y desarrollo una contraposición de esfuerzos semejante a la del Doríforo. Aunque por mi mirada pensativa y desafiante se me relaciona con el San Jorge de Donatello, mi cabello abundante y mi perfil imitan más al Apolo de Belvedere, que el autor contempló mientras realizaba la Piedad del Vaticano. Debió de impresionarle mucho, porque acababa de ser descubierto (1498) y porque los restos de los clásicos no abundaban precisamente en aquel tiempo. Es tal vez por influencia de este Apolo que, a pesar de ser quien soy, aparento ser mayor. Sí, ya no soy un niño, como se cuenta en la Biblia y como me hizo Donatello. Además, hay otra diferencia. Todavía no he matado a mi enemigo. Lo estoy retando con mi mirada, porque sé que la victoria brota de la confianza, de la certeza absoluta de que la fuerza bruta del gigante nada puede contra la razón, la inteligencia y la belleza. Sólo tengo que esperar el momento oportuno y poner la piedra que se oculta en mi mano en la onda que descansa sobre el hombro y lanzarla contra él. Como el muchacho de Donatello represento al triunfo de la inteligencia sobre la fuerza bruta o, dicho en otros términos, a la superioridad de la cultura del renacimiento de Florencia frente a la fuerza de ejércitos imperiales. Por eso y por mi tamaño símbolizo a mi ciudad mucho mejor que el David de Donatello. Me eligieron como emblema y me pusieron a la puerta del Palacio de la Signoría y allí han pasado los siglos hasta que allí pusieron a una copia y a mí me trajeron a éste Museo. No hay que inquietarse, por lo tanto. Tengo que estar tranquilo, sereno, concentrado. Aunque el canon esté ligeramente modificado por la insinuación de que mi cabeza y mi mano derecha serán los instrumentos de mi éxito, soy un prodigio de equilibrio. Soy la mejor expresión del Pleno Renacimiento. La más admirada obra escultórica. Un hombre en un mundo humanista que mira confiado hacia el futuro con la fuerza de su inteligencia serena, de su equilibrio y armonía. La victoria llegará.

El niño zambo

El niño zambo. Ribera 1642. Óleo sobre lienzo 164× 92 cm. Mº del Louvre. París
Entre Garcilaso y Cervantes yo me quedo con Cervantes. Mi mundo ya está harto de lo artificioso de la belleza ideal y persigue con denuedo la verdad de lo real. Es por eso que he pintado a este niño vagabundo. Lo sitúo frente a un paisaje natural y lo armo de un papel escrito que él seguro que no entiende. El papel certifica que tiene licencia para pedir. Sus únicas pertenencias son los cuatro andrajos que viste, lo que tiene en su cartera y un pequeño bastón. Tiene los pies deformes y para que esto se vea mejor empleo una perspectiva baja, lo que lo hace parecer mucho más grande y me permite rodearlo de la plata de las nubes. Su sonrisa es franca, confiada... Pobre y enfermo, el muchacho conserva intacta la alegría. Tener vida es tener futuro.

El gran mago

Bajo tierra mugen los bisontes. Cada vez que el hambre nos sacude, el hechicero entra en su oscuro santuario y en la roca representa un animal. Ha de pintarlos así, parados y de perfil, para que luego los hombres salgan al campo y los pillen desprevenidos. El gran mago los construye de tamaño natural y deja que la forma del techo de la cueva le sugiera el lugar y la posición en la que surgen. A mi me gustaría ver cómo lo hace, pero nadie salvo el propio sacerdote puede entrar en el lugar. Allí entra siempre solo, con un cuenco de color en cada mano. Uno es del color que deja el fuego en la madera y el otro es como la sangre.
El hechicero me ha contado que hace falta contemplar los animales y concentrarse en su representación para que resulten inconfundibles. Cada bisonte, ciervo o jabalí es como un rito diferente al anterior que persigue que cada animal se mantenga en la posición de reposo y se deje cazar por nuestros hombres. Por eso es importante que se utilice un tamaño semejante al natural y que el bicho aparezca de perfil, porque en otra posición su forma nos confundiría y eso perjudicaría a la magia que nos da de comer cada día.
-"Observa a los bisontes, a los ciervos y a los caballos"- me dice-, "Si comprendes lo que piensan y lo que hacen, es seguro que sabrás representarlos mejor. Si yo muero, tal vez tú me sustituyas. Hace falta alguien que sepa. Nuestra magia es muy importante. Sin ella, seguramente, no habríamos llegado hasta aquí".
En el fondo de la cueva, los bisontes siguen vivos, porque sienten la nostalgia de los prados aunque estén paralizados. Allí viven encantados por el arte del gran mago y esperan la eternidad.

Arte de la revolución

La coronación de Napoleón. 1805. Jacques Louis David. 2,9-9,79m. Museo del Louvre y Palacio Versalles
Los pintores de la revolución ya no pueden pintar cuadros de altar. Deben pintar a nuestros héroes, como Marat, retratar la grandeza cívica de la antigua democracia y presentarnos a los nuevos gobernantes como lo que somos: Servidores del pueblo. Por eso, en mi coronación, el Papa está sentado y yo mismo ciño a la emperatriz su corona. Todos me miran como a un rey, pero David, el pintor a quien encargué los dos grandes lienzos gemelos, sabe que Dios ya no interviene. El poder ya no viene del cielo ni necesita de intermediarios. Lo dijo Rousseau no hace mucho. El poder está en el pueblo soberano.

El grito

Edvuard Munch. El grito. 1893. Oleo, temple y pastel sobre cartón. 89 por 73 cm. Museo de Oslo 
El autor, un noruego enfermizo, apellidado Munch, escribió:
"Paseaba por un sendero con dos amigos - el sol se puso - de repente el cielo se tiñó de rojo sangre, me detuve y me apoyé en una valla muerto de cansancio - sangre y lenguas de fuego acechaban sobre el azul oscuro del fiordo y de la ciudad - mis amigos continuaron y yo me quedé quieto, temblando de ansiedad, sentí un grito infinito que atravesaba la naturaleza".
Yo me vi sobre el cartón que había pintado... El miedo, la soledad... ¿Qué me pasa? ¡Oh Dios! Recorro el puente infinito y las gentes no me miran. Me envuelven las nubes de fuego y esas frías aguas densas. Estoy gritando en silencio. Es el grito más horrible. Un alarido informe y hueco que se oye con los ojos y que no se puede olvidar...
En el grito me disuelvo en ese cielo incendiado y en las ondas del fiordo, entre las que parecen atrapados sin querer barcos lejanos. El cielo es aún brillante y cálido, a pesar de que la noche comienza a hacerse presente. En el mar, domina el color de las sombras, a pesar de que en su centro se refleja la luz del cielo. Lo mismo sucede conmigo, pues mi rostro deformado aún tiene luz, aunque mi cuerpo, cubierto por lúgubres vestidos, ya se diluye en el reino azul marino de las ondas. Nada resulta más ajeno a la luz que las rectas y oscuras gentes sin cara que caminan sin mirarme y que imponen con su simple presencia la estricta moralidad de su religión y de su clase, o que el plano horizontal de los tablones del muelle y de la lineal barandilla que se encuentra sometida a la constante regular de su distancia al suelo. Por ellos transcurre mi vida, pero no mis sensaciones ni la forma y el color de mi destino. No comprendo bien quién soy pero intuyo las razones de la cruel metamorfosis de mi rostro: Cuanto más lo contemplo, más me convenzo de que esa máscara que grita es una máscara múltiple y de que a través de esa boca gritamos todos. Gritamos con toda el alma. Intentamos escapar al avance impetuoso del reino de la noche, el que abastece a las sombras y nos llena de soledad.

¿Quién soy yo?





Autorretrato 1669. Rembrandt. 114-94.Kenwood House. London
Autorretrato. 1643. Rembrandt. 72,2-53,3 cm. M Thyssen. Madrid
Lo primero fue el éxito y luego llegó el fracaso. Ahora ya soy mayor. Aunque cada vez pinto mejor y sé más cosas, aún no he aprendido lo más importante. Aún me queda por saber lo que es vivir y quién soy yo. Sí que sé para qué sirvo: Soy pintor. En la penumbra de mis cuadros está escondida mi alma. Es por eso que no dejo de pintarme. Sin embargo, mis cuadros me miran y no entiendo lo que dicen. ¿Quién soy yo? Si me contempláis en mis múltiples retratos, veréis que soy un hombre que mira y que piensa en lo que ve, y veréis que el tiempo me cambia, porque el reloj de la existencia nunca se para. Tal vez al mirarme os deis cuenta de que mi mirada se ha ido llenando de amargura. Es verdad, tuve éxito muy pronto y luego no supe conservarlo. Ahora no tengo dinero, pero sí sabiduría. ¿Lo veís? Mis ojos están llenos de experiencia. Se han llenado de la luz y los colores de la vida, pero sigo sin saber quién soy. Sólo sé que soy pintor, por eso también os enseño los instrumentos que domino: Los pinceles, la paleta y el puntero... Pero eso es sólo una parte, lo que menos importa... Lo importante para un pintor, lo importante para mi, es la forma de mirar, las propiedades internas de mi mirada, esa que os estoy enseñando, una mirada que piensa y que os pregunta por mi. Quisiera saber quien soy. Volvedme a mirar a los ojos y decidme, por favor: ¿Quién soy? ¿Cómo entender mi mirada? ¿Qué pretenden los pinceles y la luz que me ilumina? ¿Acaso tiene mi alma el color de la penumbra?
Autorretrato. 1659. Rembrandt. Oleo sobre lienzo. 52,7-42,7 cm. Galería Nacional de Escocia. Edimburgo.

Venus

Nacimiento de Venus. Sandro Botticelli. 1485. Temple sobre lienzo. 1,72 por 2,78 m. Los Uffizi. Florencia.
Las olas eran uves blanquecinas que rompían en renglones ordenados al amparo de costa. Eolo arrastró a la hija de la espuma, flotando sobre la blanca concha hacia la isla alargada. Jardines cuajados de laurel frondoso se abrieron en ella para esperar su llegada. Olía a rosa preñada. La muchacha escondía su pudor tras sus largos cabellos rubios, que flotaban en el aire como el polen de las flores. 
Una joven ninfa vestida esperaba en la playa con un manto de seda en sus manos y cantaba:
Verano, vuelve Venus.
Vendaval...
Vuela valiente, 
viento veloz, 
vedejas veleras
venera varan,
vaguada verde,
virgen vestal.
Vislumbro vientre, 
 vergüenza viva, 
voraz volcán. 
Vino Venus
vertical.
Venus pisó el suelo sólido y sintió cómo sus piernas se doblaban con su peso, mientras el manto caía sobre su cuerpo... Acababa de dejar el reino de las sirenas, cuando su alma se llenó de una confusa nostalgia y añoró su desnudez.

Arte machista



Las feministas abominan de Bernini. En sus obras se repite el esquema del hombre dominador, el que persigue a la mujer y la somete. Por la fuerza de Plutón o por la belleza de Apolo la mujer huye del hombre. A nada bueno le conduce el leve y único contacto a Dafne. Como un virus infame su cuerpo ya esta trocándose en laurel, mientras en su boca nace un sordo grito. Apolo manifiesta su sorpresa, pero a Plutón no le importa el sufrimiento de la dama y al ángel Cupido de Santa Teresa le hacen gracia las convulsiones amorosas de la Santa. ¿Quién defiende a la belleza femenina? ¿No es peligroso mostrar la proximidad entre violencia y amor? ¿Ese intenso erotismo del realista cincelado que consigue que los dedos de Plutón se hundan en el cuerpo de Proserpina no es un signo de posesión masculina? Y ese afán escenográfico de la luz direccionada sobre la mística levitación de Santa Teresa, ¿no convierte el milagro privado en un pornográfico espectáculo al que asisten todos los Cornaro? Tal vez esté confundido o tal vez no. El arte de Bernini expresa el dominio del hombre sobre la mujer. El sentido profundo y salvaje del sexo masculino. Los varones, cuando vemos a Bernini, disfrutamos de un amor que disfruta de tocar y penetrar con violencia. Mientras tanto, los rostros femeninos aparecen transformados por la pasión más sincera o también por la sorpresa y el horror.
http://www.youtube.com/watch?v=1FdVozDscWY&feature=related )
(http://www.youtube.com/watch?v=F1TH8m5RtXQ&feature=related)

Manchas

Pollock pintando Autumn Rhythm, 1950. Foto de Hans Namuth
Pollock pintando Autumn Rhythm, 1950. Foto de Hans Namuth

Autumn Rhythm: Number 30, 1950. Oleo sobre lenzo (266.7 x 525.8 cm). The Metropolitan Museum of Art, New York. George A. Hearn Fund, 1957
El automatismo psicológico de los surrealistas en la danza de mis pies sobre el lienzo. Es una pintura abstracta, hecha de impulsos descontrolados. Un conjunto de manchas informes. Esa es la pintura que hago. El resultado de un proceso inconsciente que he preparado antes con toda minuciosidad. Hace falta mucho espacio en el taller, un lienzo de gran formato y pintura de los colores elegidos previamente, guardada en distintos cubos. Después hay que extender el gran lienzo sobre el suelo, coger una brocha grande y el bote con el color. Luego comienza lo más importante, el baile de la brocha y la colonización del gran lienzo por los colores creados. El color es el principio masculino que penetra y se funde con el lienzo femenino, al tiempo que va  naciendo el nuevo ser del ritmo inconsciente de mis manos. Algunas veces elijo los colores con mucho detenimiento, como cuando enfrento el blanco y el negro, el bien y el mal, lo negativo y lo positivo. Sin embargo, en otras ocasiones me dejo llevar por la intuición. Las manchas abstractas de mis cuadros expresan lo que soy yo. Reivindico la sinceridad expresionista de mi baile y lucho contra los que me acusan de engañar. Yo replico que mi arte es todo lo contrario. Es sincero y atrevido. En realidad, los artistas figurativos son los únicos que engañan, y es que sugerir, copiar lo que se ve o lo que se imagina es intentar engañar, porque la pintura es solamente un conjunto de colores y un soporte. Yo, sin embargo, nunca engaño. Ahí tenéis lo que os ofrezco, color en grandes formatos. Sólo color, informes manchas, la danza de los pieles rojas en torno al fuego y la pintura que cae libremente, sin control...

El joven David

David. Donatello. 1440. Bronce. 1,58 m. Mº Barguello. Florencia
David. Donatello. Bronce.1440.
Aún no soy un hombre. Soy un adolescente, un efebo, un joven que se siente muy seguro de sí mismo. Yo no sé lo que es la muerte, aún no he tenido tiempo de pensarla. Estoy orgulloso de ser como soy. Me sonrío. Tengo un cuerpo hermoso y represento a mi ciudad. Soy florentino. Llevo el sombrero campesino de Toscana y el pelo largo.
En estos tiempos de imperios que están naciendo y de ciudades independientes como la nuestra. Nosotros, los florentinos, nos sentimos los legítimos herederos de los romanos, por eso tengo este ritmo clásico y curvilíneo en mi postura, que hay quien dice que deriva de Praxíteles, y por eso es que estoy desnudo y tan bien proporcionado. Además soy de bronce y su técnica es difícil porque hay que tener hornos que fundan el estaño y el cobre y buscar las precisas proporciones en las que combinan mejor, igual que hicieron en Roma. Por mí causa aprendimos a hacerlo como lo hicieron ellos y por eso estoy satisfecho. Por eso y también porque aquí bajo mis botas está la cabeza de Goliath, la fuerza bruta. La masa de la maldad derrotada por mi valor y por mi astucia. Algún día seré rey y de mi estirpe nacerá el Mesias. Represento a la belleza, simbolizo el equilibrio y la inteligencia, aporto la sabiduría heredada por la historia para vencer a los ejércitos de las bárbaras naciones que pretenden dominarnos. Soy un joven de Florencia. La ciudad estado de los Médici, la heredera de Roma, la rica y sabia Florencia, la que es capaz de dominar a los mayores imperios con la fuerza de su pensamiento. Sí, estoy satisfecho y me sonrío. Soy al tiempo efebo, vencedor de la barbarie de un gigante, símbolo de la inteligencia, origen de la estirpe de Cristo, futuro rey de Israel y un muchacho de Florencia. Soy el pequeño David de Donatello. Pequeño de tamaño, si se me compara con el que sesenta años después hará Miguel Ángel, pero tan grande como aquel en mérito, en ingenio, en armonía y en orgullo de lo propio.