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El beso. Óleo sobre lienzo. 1908. Gustav Klimt. 180/180 cm. Österreichische Galerie Belvedere, Viena. Austria. |
Estimado Doctor
Freud:
Le escribo esta carta para darle a conocer mi admiración por sus artículos y para apoyar esa idea que usted defiende de que la sexualidad es una de las bases de nuestro comportamiento. Estoy de acuerdo con usted. Es más, si intentara ser sincero le diría que seducir a una mujer y pintar un cuadro es casi lo mismo: Amor
y sexo, pura sensualidad, goce visual, erotismo... He pintado cientos
de mujeres y con todas lo he intentado. Ellas tienen lo más
importante, la fuerza de la vida y el instinto más profundo. Por eso
y porque soy varón yo las amaba. Poseer es natural, brota de dentro, y resulta de un proceso que comienza con la vista, con la extraña fascinación que nos produce la belleza femenina. Por eso yo siempre intento hacerlas mías: Las rodeo con mis brazos, las acaricio, las defino con líneas sinuosas que giran en torno a su esencia al ritmo de un vals de Strauss y luego las doy la vida del color. En el fondo, casi plano, yo modelo sus rostros, sus brazos, sus piernas o sus nalgas, y retuerzo sus formas hasta que se acomodan al escorzo que en el mar del pan de oro destaca como un barco semihundido. Un escorzo de mujer, provocativo, en un espacio ambiguo, sin perspectiva, sin paisaje y sin línea de horizonte. Un espacio sin detalles ni instrumentos que distraigan de la esencia que me atrae como un imán de carne y hueso.
En el cuadro que ahora
pinto, un cuadro que se llama "el beso", el asunto es en parte diferente, porque en él he dado un paso más allá. Lo que pinto ya no es sólo una mujer hermosa, lo que pinto es una acción. Es un hombre que besa a
una mujer. Ella está justo en el centro, pues todo el cuadro, que por algo es un cuadrado, gira en torno a su belleza. Yo los miro desde arriba y me fijo en su rostro arrebolado. Ella es pelirroja y su cabello a la moda tiene flores pequeñitas. Ella está como en otro mundo, concentrada en el placer que está soñando. Tiene los ojos cerrados, pero entiende exactamente del asunto que sucede, porque ella es la principal protagonista. Ella permite que las manos de él dispongan su cuello y su cabeza a su manera.
Ella está vestida con un vestido con flores que tiene el fondo dorado y se encuentra de
rodillas, casi vencida por el éxtasis de placer que ya presiente... Tras sus piernas, los dedos de sus pies son extremadamente largos y se colocan en el punto en el
que el prado celestial en donde están desaparece. Esos dedos que parece que se aferran a ese suelo que se esfuma, son los dedos del contacto con el mundo, los que tiene esa mujer que representa a todas las mujeres, esos seres de carne que dan vida, amor y esperanza y que no saben volar.
El hombre tiene el pelo
oscuro y mantiene en su cabeza una corona de hojas verdes. Él es consciente de que ella no tiene escapatoria, de que ella está rodeada por sus brazos, por su cuerpo y por su luz; él sabe que ya
ha triunfado, que ella le deja hacer. Se da cuenta de que una de sus manos descansa sobre la suya y le conduce, mientras la otra, sobre el cuello, está empujándole, apretándole hacia ella. Él comprende que ella quiere, que desea que él
se anime y continúe. Que le espera, que le incita con la fuerza de un imán desconocido. Él tiene puesta una bata. Una bata que es dorada, como
el fondo, y que está decorada con rectángulos. Rectángulos blancos y negros. Rectángulos de no color en un cuadro dominado por la luz del pan de oro.
Más abajo hay un prado
celestial como el de los mosaicos de Rávena. Es un prado que se encuentra
cuajado de flores azules y violetas. Sobre él ha caído un rosario de cabellos amarillos o tal vez unas semillas procedentes de la parte que ocupa la mujer.
Lo que queda más allá es sólo el fondo, un fondo que es también dorado, como el de las dos batas. En él se
distinguen dos espacios. El primero, el que rodea por arriba a los amantes, es una
capa muy clara, una especie de brillante aureola de
santidad que aparece decorada con pequeñas espirales o
con círculos concéntricos. El segundo, que es el fondo más profundo, es más oscuro y contiene, entre otras cosas, unos puntos que parecen como estrellas. Allí firmo con orgullo: GUSTAV KLIMT.
El dorado en la Edad Media era la luz de lo divino. A principios de este siglo, sin
embargo, Dios no existe. Existe tan sólo el amor y el sexo. El misterio
del erótico contacto que yo pinto cada día, mientras
todos me critican. En esta
Viena imperial hay mucho meapilas que preferiría que mi arte no fuera tan explícito, pero no lo
conseguirán... Gracias a usted y a sus escritos, Doctor Freud, me siento justificado, gracias a usted el sexo sale de la oscura habitación en donde habitaba y yo puedo enseñarlo e incluso hacerlo explícito: Tengo éxito y dinero, es más, aunque me acusen de pornógrafo, el gobierno quiere comprarme este cuadro. Por lo tanto, ahora no voy a cambiar. Como dice la inscripción de la fachada del edificio de la Secessión, del que me siento tan autor como Olbrich, porque yo lo dibujé antes de que él lo proyectase: "Cada época su arte, para el arte su libertad".