Edvuard Munch. El grito. 1893. Oleo, temple y pastel sobre cartón. 89 por 73 cm. Museo de Oslo |
En el grito me disuelvo en ese cielo incendiado y en las ondas del fiordo, entre las que parecen atrapados sin querer barcos lejanos. El cielo es aún brillante y cálido, a pesar de que la noche comienza a hacerse presente. En el mar, domina el color de las sombras, a pesar de que en su centro se refleja la luz del cielo. Lo mismo sucede conmigo, pues mi rostro deformado aún tiene luz, aunque mi cuerpo, cubierto por lúgubres vestidos, ya se diluye en el reino azul marino de las ondas. Nada resulta más ajeno a la luz que las rectas y oscuras gentes sin cara que caminan sin mirarme y que imponen con su simple presencia la estricta moralidad de su religión y de su clase, o que el plano horizontal de los tablones del muelle y de la lineal barandilla que se encuentra sometida a la constante regular de su distancia al suelo. Por ellos transcurre mi vida, pero no mis sensaciones ni la forma y el color de mi destino. No comprendo bien quién soy pero intuyo las razones de la cruel metamorfosis de mi rostro: Cuanto más lo contemplo, más me convenzo de que esa máscara que grita es una máscara múltiple y de que a través de esa boca gritamos todos. Gritamos con toda el alma. Intentamos escapar al avance impetuoso del reino de la noche, el que abastece a las sombras y nos llena de soledad.
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